El arcoíris mineral
Hileras de colores en las faldas de las montañas y otras sorpresas en la mítica ruta 40 por las provincias argentinas de Jujuy y Salta
Hay otra Argentina habitada por sus moradores originales que vive entre pueblos de adobe e iglesias coloniales, una Argentina escondida, uno diría incontaminada, sobre las estribaciones de los Andes. Un territorio inmenso, entre las provincias de Jujuy y Salta, casi sin agua ni árboles y, sin embargo, repleto de joyas, sobre el que irrumpe un secreto inesperado, la luz, engrandeciendo sus dimensiones.
En realidad una travesía por escenarios situados a 3.000, 4.000 o 5.000 metros implicaba a la luz como elemento primordial de la percepción. Lo que no podía figurarme, y menos en invierno, era la magnitud del sol o la variedad de efectos lumínicos. ¿Cómo se intuye una caminata entre rocas de formas irreales como la de los Colorados? ¿O una batería de montañas invadida por hileras de todos los colores? ¿Cómo podría haber imaginado el impacto de internarse en camioneta por una enorme salina a 3.500 metros de altura? ¿Quién podía haber supuesto que la naturaleza y la tecnología se aliaran convirtiendo nuestra conducción en un juego de fogonazos entre la sal, los cristales, la superficie plateada de los pick ups, las gafas de sol y la conciencia? ¿Cómo se califica un valle perdido entre las montañas, sin agua ni electricidad, cubierto de viñas centenarias, con bodega, hotel y el Museo de James Turrell, el artista de la luz?
Nuestro punto de partida es un pueblo de calles angostas y casas blancas con techos de caña, situado a 2.000 metros de altura. Purmamarca. Su telón de fondo, la célebre montaña de los siete colores, pone contrapunto al arcoíris mineral de la Quebrada de Humahuaca. Durante el ascenso vamos dejando atrás los inmaculados cementerios de los poblados incas. Siempre en alto, bien visibles, con uno de los extremos separado, solitario, para albergar las tumbas de los niños. Los incas solían ofrecer el sacrificio de los niños más hermosos a sus dioses. En 1999 un explorador de la National Geographic Society descubrió tres momias enterradas hace 500 años a 6.700 metros de altura, en el volcán de Llullaillaco. Dos niños de entre 6 y 7 años y una doncella (se llama así) de 14, que hoy pueden contemplarse en el Museo de Salta. Son bastante impresionantes, la altura y las bajísimas temperaturas los ha mantenido en casi perfecto estado de conservación.
Debajo, las nubes
La carretera zigzaguea contra los precipicios, entre las laderas, casi sin vegetación, con los minerales a flor de tierra. Mil quinientos metros más arriba —en un lugar donde no podía alzarse mar alguno—, nos extraviamos en el espacio sin lindes de las Salinas Grandes, una planicie blanca de 12.000 hectáreas. Seguimos trayecto con el objetivo de cruzar el abra (paso) del Acay —5.000 metros justos—, con suficiente luz. Por debajo van quedando cúmulos de nubes; por encima, a veces vemos planear a los cóndores. Al llegar a la cumbre bajamos a tierra, la altura late en las sienes y andamos a cámara lenta. La luz invernal nos sobrepasa y encandila, nos obliga a alzar el cuello de la chaqueta y a caminar aturdidos. Estamos contentos y, por si fuera poco, circulamos por la ruta 40, la mítica carretera de 5.300 kilómetros que atraviesa Argentina desde su extremo más austral, Cabo Vírgenes, hasta el límite con Bolivia. Siempre sobre las laderas de la cordillera de los Andes y en estos lares, de ripio, la misma tierra roja de las montañas. No hay ruta americana comparable.
En el descenso el panorama de cerros y quebradas se amplía con arbustos y rebaños de llamas. Incluso un tren llamado “de las nubes”, que comunica estas comunidades con Salta; 20 túneles, 29 puentes, 12 viaductos, 2 rulos y 2 zigzags; en total nueve horas hasta San Antonio de los Cobres. Los pueblos son pequeños caseríos de la cultura omaguaca habitados por gente silenciosa, collas o atacamas, todos incas, a veces con iglesias cubiertas por frescos jesuíticos de la escuela cuzqueña. Por la tarde llegamos a Molinos, una villa detenida en el siglo XVIII que albergaba la hacienda del virrey de Salta. En la calle principal, las ventanas ochavadas en las esquinas proclaman la calidad de las familias.
Guía
Información
Volvemos a las montañas para buscar la entrada de los Valles Calchaquíes. El territorio es otra vez inhóspito, apenas hemos vislumbrado en la lejanía un gaucho a caballo, acompañado de dos perros. Al cruzar una de las cimas atisbamos el secreto. Debajo hay una hondonada cerrada por los cuatro lados. Es un lugar de cuento en medio de la nada, una especie de reserva como la de Jurassic Park. Conforme descendemos el microclima va transformando los campos. Al llegar al valle nos damos de bruces con centenares de cardones, los cactus en forma de candelabro que en México llaman órganos. Después, casi sin transición, el camino se interna entre hileras de viñas y desembocamos en la Bodega Colomé, cuyos vinos de altura llevan elaborándose desde 1831. Todo natural, orgánico, sin corriente eléctrica, ahora con goteo. Quizás por eso, su actual dueño, el suizo Donald Hess, un bodeguero y coleccionista de arte bastante peculiar, necesitara algo más. Se le ocurrió la idea después de inaugurar en Napa Valley una pinacoteca con las mejores piezas de su colección. Este valle custodiado por las cumbres era el destino natural de la obra de James Turrell, el artista que convirtió la luz en un objeto, con forma y volumen, para jugar con la percepción humana. Abierto desde 2009, contiene nueve instalaciones. “Mi trabajo es sobre el espacio y la luz que habita en él”, ha dicho el mismo Turrell, también astrónomo, psicólogo, matemático y geólogo. “Se trata de hacer frente al espacio y materializarlo, como el pensamiento sin palabras que proviene de mirar el fuego”.
Pedro Jesús Fernández es autor de la novela Peón de rey.
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