Wong Kar-wai: eterna sed de amar
El reestreno 20 años después de In the Mood for Love, el clásico del director de Hong Kong nacido en Shanghái, llega como metáfora del sentimiento de pérdida y la necesidad de consuelo
A finales del año en el que redescubrimos nuestra condición de Homo nostalgicus volvió a los cines, remasterizado en 4K, el universo de Wong Kar-wai, y seguirá acompañándonos en el nuevo. La sensación de déjà vu renueva el encanto de películas como In the Mood for Love en su vigésimo aniversario. Un plano memorable es como el amor, dice el director, pues requiere el momento preciso en el lugar idóneo, con la luz adecuada y el movimiento exacto. Así construye sus narraciones fílmicas, a medida que la cámara graba múltiples variantes, de las que solo una ínfima cantidad acaba en el montaje final.
A menudo sus películas son el resultado de un rodaje tan largo como extenuante y conflictivo que arranca casi sin guion. In the Mood for Love la ultimó un 20 de mayo de 2000, in extremis para el Festival de Cannes. Tenía tanto metraje que solo utilizó una trigésima parte. Apuró lo indecible cuando optó por un final crepuscular en las ruinas del templo camboyano de Angkor Wat. En busca de localizaciones en Tailandia, visitó el barrio chino de Bangkok. Las calles, las oficinas y los comercios tenían una textura más parecida a la de su niñez en el antiguo Hong Kong, desaparecido bajo la ciudad globalizada. Allí, entre el colectivo de emigrantes de Shanghái, con su propia lengua, recalaron sus padres, y él creció rodeado de puestos de comida callejera y viviendas comunitarias. Como si en Bangkok hubiera mordido la magdalena de Proust, decidió rodar escenas allí para dar con la tonalidad que se le había resistido.
Sumaba ya 15 meses de producción y pidió a los responsables de Cannes que la suya fuera la última película en proyectarse. Los subtítulos acabaron de ajustarse justo antes del estreno, pero el sonido no se oyó en estéreo ni se mostró la versión final. Aun así, cautivó con su viaje en el tiempo al Hong Kong de los sesenta —el de su infancia— a través de la historia de dos individuos solitarios que se cruzan al alquilar habitaciones vecinas y a quienes no solo se les mezclan los muebles en la mudanza, sino también sus respectivos cónyuges. De la herida surge el acercamiento para explorar juntos cómo empezó el romance entre sus parejas y así quedan atrapados en una historia de bolero. Y entonces se obra el milagro del cine: toda la sala vibra en una coreografía de cuerpos, colores y música. De aquí para allá, termos con fideos, miradas esquivas o directas, los ceñidos quipaos con cuello alto de ella y los trajes occidentales de él que se rozan en las escaleras…
En 2000, terminado un siglo cruento y con un futuro de libre mercado, digitalización y crecimiento por delante, se estrenó la obra maestra de Wong Kar-wai sobre oportunidades malogradas y sentimientos silenciados. En la antesala de las redes sociales, su película, anclada en la especificidad de Hong Kong (de identidad híbrida, transitoria y convulsa), caló en buena parte del público internacional porque el sentimiento de pérdida y la necesidad de consuelo son universales. Su apuesta narrativa vuelve con la transgresión redoblada de premiar la imaginación del público —a sus parejas no se les ve la cara y a los protagonistas los observamos a través de obstáculos: paredes, cortinas, espejos, cristales polvorientos, igual que se mira el pasado—, cuando hoy priman la sobreexposición y la hipervigilancia. 1966, el año en el que acaba la relación entre el señor Chow y la señora Chan, supuso el fin de una época con la llegada de la Revolución Cultural. Este 2020, que nos hizo sentir atrapados en el tiempo, también lo percibimos como el desenlace de algo.
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