El año del desastre
En una civilización hecha de miedo, nunca fue tan visible que vivíamos para él como en estos meses. Por el miedo a morir, aceptamos hasta más no poder
2020 fue el año en que nada fue lo que iba a ser. Todos teníamos planes, ideas, expectativas; todos tuvimos que cambiarlos. Para muchos fue dramático; para algunos fue una contrariedad; para otros fue fatal. Pero nadie nadie nadie —eso es lo extraordinario— salió ileso.
2020 fue el año en que descubrimos que éramos tan frágiles. Nos acostumbraron —y nos acostumbramos— a creer que lo teníamos controlado: que la modernidad y la ciencia y esos trucos manejaban el mundo. Y de pronto nos encontramos con una nada que trastocaba todo y nos dejaba sin respuesta —más allá de encerrarnos y temblar y mirarnos en los espejos y pantallas y saber más de lo necesario.
2020 fue el año en que el miedo fue dueño. El miedo siempre estuvo allí. Sin miedo no existirían las religiones, los Estados, los seguros, la policía, los trasplantes de pelo, el matrimonio. Pero, en una civilización hecha de miedo, nunca fue tan visible que vivíamos para él como en estos meses en que, por el más primitivo —por el miedo a morirnos—, aceptamos hasta más no poder.
2020 fue el año en que bajamos la cabeza. Por ese miedo admitimos que los Estados se tomaran unas atribuciones que, en cualquier otra circunstancia, habríamos resistido con denuedo. Que nos encerraran en nuestras casas, que nos prohibieran vernos, que nos encerraran en nuestras ciudades, que nos rompieran los trabajos, que nos encerraran en nuestros países, que nos forzaran a vivir enmascarados: a no vernos las caras.
2020 fue el año en que el mundo se volvió plano. La corriente ya corría pero se aceleró: pasamos más tiempo que nunca frente a una pantalla, la misma pantalla. El trabajo, el entretenimiento y ahora la comunicación y los encuentros, los cariños. Son tiempos en que tocar al otro se volvió anatema y la distancia es la única garantía de supervivencia —provisoria.
2020 fue el año en que no le pedimos a un dios que nos salvara ni temimos que nos condenase. Por desventuras tanto más pequeñas nuestros mayores se desvivían en misas, rogativas, procesiones, sacrificios para pedir a algún dios que se apiadara. Y en cambio el 6 de abril de 2020, fecha histórica que alguna vez será, las iglesias de Roma se cerraron: la creencia dejó de ser refugio. Así que intentamos creer en la ciencia y es difícil, porque la ciencia no está hecha para creer, sino para dudar. Aprender a vivir sin certezas sería, quién sabe, demasiado.
2020 fue el año en que revisamos casi todo. De la idea de salud a los saludos, la fe y la poca fe, los trabajos y los desplazamientos, la confianza y desconfianza en los poderes, la confianza y desconfianza en los saberes, el papel del Estado, el respeto por los que trabajan sin respeto, la evidencia de las desigualdades más brutales, la aceptación de que no podemos prever nada: que dependemos de fuerzas muy ajenas, que podemos desear pero no asegurar.
2020 fue el año en que entendimos que el futuro no está escrito. Nos acostumbraron —y nos acostumbramos— a creer que los grandes rasgos de nuestras vidas y nuestras sociedades eran más o menos inmutables. Y de pronto algo tan chico cambió cosas tan grandes. Alguna vez nos humillará recordar que lo más memorable que nos pasó en la vida no fue obra de nuestras inteligencias y voluntades poderosas, sino de aquel bichito chino. Alguna vez nos reiremos pensando que fue entonces cuando se nos ocurrió que todo era posible.
2020 fue el año que no se acabará a fin de año: será una idea, una amenaza. Aunque este jueves todos brindemos esperanzados por el hecho de haber dejado atrás el Año del Desastre —y prefiramos, por el momento, no pensar en el que viene.
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