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La palabra aerosol

Getty Images
Martín Caparrós

Es la forma del mal en la pandemia. Dejó de ser esa lata con botón encima y recuperó su acepción de gotitas en el aire, y nos acecha

Le falta el mar, agua turquesa, cocoteros, pero aun así no es fácil meter en siete letras más naturaleza: el aire, el sol, una síntesis de aquello que solían llamar turismo, el ocio sin terrores. Y sin embargo aerosol es otra de esas palabras hechas de trampa y decepción: su sol no es el sol del cielo sino una mera abreviatura. Quizá fuera ese engaño el que marcó su suerte.

La palabra aerosol no existía: la inventó, dicen, hace poco más de 100 años, al hilo de la primera Gran Guerra, un químico que algunos químicos recuerdan todavía, un Frederick G. Donnan. El doctor Donnan era un irlandés nacido en Sri Lanka y muerto en Canterbury, austero y tuerto, que trabajaba para mejorar los explosivos del Ejército británico cuando se puso a investigar cómo funcionan esas partículas ínfimas de líquidos o sólidos que viajan suspendidas en un gas. Nadie había pensado en ellas todavía, así que no tenían nombre. Donnan las llamó aerosolution —solución en el aire— y, para hacer su palabra más amable, la acortó y convirtió en aerosol. Al aerosol le faltaba, sin embargo, hacerse cotidiano.

Así suele funcionar la ciencia: alguien descubre algo, lo estudia, lo entiende, y nadie se entera hasta que otro imagina cómo usarlo. Esta vez fue un químico noruego que ningún químico recuerda, un Erik Rotheim, que en 1927 pensó que si metía en una lata un líquido con un poco de gas y una válvula para despedirlo podría crear aerosoles —partículas suspendidas en ese gas— y lanzarlos adonde quisiera. Así que lo patentó con ese nombre y se lo vendió a unos americanos —que ya entonces se compraban todo. Pero el invento necesitó otra guerra para empezar a funcionar: recién en 1941 un laboratorio militar en EE UU decidió poner en esas latas con pezón el insecticida que sus soldados en las junglas del Pacífico Sur necesitaban para no morirse de malaria antes de que los mataran los nipones.

Desde entonces el aerosol —o spray o vaporizador o chufchuf— tal como lo conocemos se instaló en nuestras vidas. Siempre fue un arma: hubo aerosoles contra hormigas o cucarachas o moscas o mosquitos, contra malos olores corporales, contra malos olores ambientales, contra el bronceado más chillón, contra todas las formas de la mugre; el aerosol era un escudo ante las asechanzas de este mundo. Hasta que, a finales del siglo pasado, se dio vuelta. En esos días los aerosoles se volvieron uno de los primeros enemigos conocidos del ambiente medio: se empezó a culparlos por aquel agujero de la capa de ozono que entonces nos preocupaba tanto —y los condenamos y lo cool fue dejar de usarlos, cambiarlos por vaporizadores de apretar.

Así que la palabra aerosol vegetaba al borde del olvido, desterrada en laboratorios aburridos y culpa ecololó. Sus penas parecían terminadas pero no: la peste las activó de nuevo. Con el corona, la palabra aerosol volvió como amenaza omnipresente: ahora nuestras vidas consisten en huir de todos esos aerosoles de virus. El aerosol es la forma del mal en la pandemia. Tanto que tuvimos incluso que aprender lo que significó en su origen: dejó de ser esa lata con un botón encima, recuperó su acepción de gotitas en el aire, y nos acecha. Mascarillas, distancias, confinamientos varios: todo está hecho para que esos aerosoles no nos jodan la vida, no nos maten.

El aerosol, ahora, es la amenaza. Que lo descubriera y lo nombrara un inventor de armas que ni siquiera se atrevió a usar su nombre entero fue, quizá, el origen de su triste sino: la palabra aerosol, tan llena de aire y luz y calores, tan radiante, que tenía todo para ser una sonrisa en nuestras vidas, se hundió en el mal, nos intimida. Es lo que pasa con algunas palabras: prometen lo mejor, traicionan su promesa. Cada quién tiene, creo, su pequeño archivo de palabras fallidas —y a veces son, incluso, nombres propios: entonces sí que duelen como nada.

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