La ‘malabra matria’
La palabra patria está hecha sobre la idea de que la tierra propia es la tierra del padre. Es el recuerdo de unos tiempos en que solo los hombres definían
Hay palabras que son, sin más vueltas, cachetadas: la palabra patria es una de ellas. Como todas, la palabra patria se fue haciendo de a poco: al principio, en el original griego y su réplica latina, patria era la tierra donde estaban enterrados los ancestros. O, por lo menos, los ancestros que importaban: los patres. Pero ya en la Edad Media la palabra se bajó del caballo: patria, entonces, se entendía como la comarca donde cada cual había nacido y los patriotas eran, en esa acepción, los compatriotas.
(Aunque algunos pomposos insistían en que la verdadera patria era el Cielo o Paraíso, ese mito con que los grandes publicitarios del momento enganchaban a sus consumidores. Para ellos, ya entonces, la patria era un espacio donde solo vivías muerto).
Pero todo cambió, como tantas cosas, durante el siglo XVIII: la Ilustración, la idea de que el hombre debía ser más o menos libre de reyes y dioses, le dio a la palabra patria un sentido distinto. Que terminó de consolidarse en la Revolución Francesa y su gran hit trapero: Allons enfants de la Patrie —con pe mayúscula— decía esa canción que llamaba a los anfans a regar de sangre extranjera sus tierras invadidas. Desde entonces la patrí fue esa bandera bélica: un país, sus hijos prestos a defenderlo de los otros. O, incluso, a inventarlo: los españoles rebeldes de América Latina llamaron patria a sus naciones nuevas; ellos, entonces, fueron los patriotas. Para dejarlo claro sus himnos se llenaron de la palabra patria, su sed de sacrificio humano: “… que morir por la patria / es vivir”, cantaba el cubano, letra de Martí.
Después, durante el siglo XX, patria fue la palabra que escribió todos los desastres: no hubo barbarie que no la enarbolara. “Una patria, un Estado, un caudillo”, dijo el general tuerto Millán Astray para definir la dictadura de Franco. Entonces, la Vaterland hitleriana, las Patrias mussolinianas y franquistas se lanzaban con sus cruces contra el supuesto internacionalismo judío y amoral de las izquierdas —que terminó en el nacionalismo ruso y patriótico del padrecito Stalin. La palabra patria sostuvo los peores eslóganes —“Dios, Patria y Rey”, “Dios, Patria y Hogar”—, pero en ninguno estuvo tan cómoda como en el más siniestro: patria o muerte. Y, sin embargo, sobrevivió a casi todo y hoy sigue apareciendo en los discursos de exclusión: los míos son los buenos, afuera los demás, viva la patria.
Y no la resignamos. Nos es difícil desprendernos de ella: pringada como estaba, muchos trataron de limpiarla diciendo que su patria era la infancia, el lenguaje, los huevos con patatas. Querían, así, convertirla en un espacio original imaginario, ese lugar al que querríamos volver cuando todo se nos pone en contra. Es una opción, un intento de salvataje casi enternecedor, pero hay algo estructural que no funciona: la palabra patria.
La palabra patria está hecha, queda claro, sobre la idea de que la tierra propia es la tierra del padre. La palabra patria es, antes que nada, el recuerdo constante de unos tiempos en que solo los hombres definían. Muchas lo son; ésta lo es de una forma descarnada, grosera, tan gritona. Por eso me sorprende que, tras haber sobrevivido a tantos horrores, la palabra patria sobreviva también, por ahora, al justo tsunami feminista. La ola de las mujeres, que ha conseguido instalar y desinstalar tantas cosas —sobre todo en la lengua—, no supo o no quiso pelear contra la —palabra— patria. Es curioso oponerse a los rasgos heteropatriarcales pero no a la noción madre de patria. Que las mujeres indignadas acepten que se use una palabra que las excluye para representar al conjunto —a todo un país, a todas sus personas— me extraña y me supera.
Se ha dicho poco —Zambrano, Borges, Unamuno, Woolf, Morin—, se ha callado bastante: ¿no es hora de que la reemplacemos por la malabra matria? Digo, hasta que consigamos olvidarnos de esas tonterías.
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