La palabra que no se cuestiona
Hay que salvar la Navidad, claman estos días. La prueba definitiva de la victoria de una idea es que condicione las vidas de los que no creen en ella.
No es cierto que la Navidad sea la natividad sin ti, un parto sin mujer, aunque parezca. La palabra Navidad es una forma perezosa de decir que ese día festejamos un nacimiento raro y, sobre todo, el triunfo de una ideología. La palabra Navidad no se cuestiona, no se examina: está clara, es parte de nuestras vidas, es de las pocas que no necesitan ni admiten discusión. Más que palabra es una marca.
El 25 de diciembre siempre fue una fecha apetecida. Hace 2.000 años las religiones competían sin cuartel por el mercado celestial e intentaban apropiársela: la romana oficial decía que ese día había nacido el Sol Invictus; la iraní de Mitra, que Mitra. Y dos siglos después de su muerte los seguidores de Jesús de Nazaret dijeron que también Él y, poco a poco, se quedaron con todo.
—¡Feliz Navidad, mi querido!
—¿Usted quiere decir que ojalá la memoria del nacimiento virginal de un bebé palestino que quizás haya existido aunque seguro que no como lo cuentan me dé satisfacción, bonanza y regocijo? ¿O que me convenza de que toda esa gente que no soporto, mis compañeros de trabajo, mis vecinos, mis parientes, mis clientes, los hinchas del Bayern, los políticos, los patrones, los banqueros son buenos y tengo que quererlos? ¿O que me lance a consumir desesperadamente para tener por unos días la ilusión de que yo también soy uno de ésos que pueden? ¿O que suponga que la semana próxima todo cambiará y se abrirá un camino donde al fin seré otro y todo será distinto, brillante, inmejorable? ¿O que crea en la bondad universal porque si no lo llego a creer me voy a quemar para siempre en las llamas del infierno?
La Navidad es el tributo que todos pagamos a esos relatos y reglas de conducta que unos sacerdotes y soldados inventaron hace siglos —y supieron imponer con la cruz y la espada y algún fuego y la decisión inquebrantable de decidir lo que podíamos y, sobre todo, lo que no podíamos hacer con nuestras vidas. Pero está claro que ahora es más que eso: que el triunfo global de los cristianos les permitió crear una ensalada de tradiciones, que si establos fenicios y camelleros iraquíes, que si el gordo lapón y el árbol ario, que si turrón levantino y amor universal. Y les permitió, sobre todo, convertirse en una máquina de hacer dinero.
Hay que salvar la Navidad, claman en estos días, y están hablando de eso. El año pasado, cuando el mundo todavía existía, el ibero promedio se gastó 620 euros en cositas navideñas, de los cuales 250 en presentes y el resto en comidas, viajes, ocios. Es casi un 50% más que la media europea, y es la razón por la que tantos insisten en que este año no dejemos de hacerlo —enmascarados. La Navidad es necesaria para la economía. La Navidad es una síntesis perfecta, la cumbre del capitalismo con corazón: porque soy bueno y amoroso consumo, porque consumo soy bueno y amoroso. Tanto que ahora el Gobierno querría reblandecer las medidas que tomó para que no nos muramos demasiado rápido: parece que la amenaza de una Navidad sin compras ni parentela ni turrones es peor que la del virus.
La palabra Navidad es parlanchina. Es cierto que dice plata y dice paz y amor, regalos a gogó, concordia familiar, concordia universal, comercios y bebercios y arrepentimientos, pero habla, sobre todo, de un triunfo: una cosa sería que los cristianos celebraran su fiesta como los judíos Yom Kipur o los musulmanes ramadán o los culés la última copa, y muy otra que todos todos todos sigamos su ritual. Aun si no pensamos en ningún dios en estos días: no hay nada más exitoso que una ideología que ya no parece ni siquiera serlo, sino lo normal, lo natural. La prueba definitiva de la victoria de una idea es que condicione las vidas de los que no creen en ella. La Navidad es el gran momento de esa conquista: el día en que todos decimos, callados o a los gritos, padrenuestro…
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