Error de paralaje
En octubre, una gran mayoría de chilenos aprobó en plebiscito la reforma de la Constitución, y que la comisión encargada de redactarla la integraran ciudadanos elegidos por voto popular
En fotografía se llama error de paralaje a la distorsión que se produce cuando la imagen que se ve por el visor, por no encontrarse este en el mismo eje del objetivo, no coincide con la que se enfoca. En fácil: el sujeto ve por el visor una realidad distinta a la que capta la cámara. En 2019 pasé dos semanas en Chile, que coincidieron con el estallido social de octubre. El 8 de ese mes el ministro de Economía anunció un aumento de 30 centavos en el pasaje de metro. Ante los cuestionamientos — ahora los sectores más bajos gastarían un 30% de sus ingresos en transporte—, respondió jocoso: “El que madruga será ayudado con una tarifa más baja”. Los estudiantes —un colectivo que siempre encabezó potentes reclamos— llamaron a evadir, a viajar sin pagar. Un día después, la tensión ya gestándose, el presidente Piñera dijo en una entrevista que Chile era un “oasis” en una región convulsionada. En cierto punto, era verdad: si en 2006 el 13% de los habitantes era pobre, en 2017 lo era solo el 8%. Pero, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), en 2018 el 1% de los hogares de mayores ingresos reunía más de una cuarta parte de la riqueza. El 26% de los hogares tenía deudas que equivalían al 75% de sus ingresos. El 50% de los jubilados recibía pensiones de menos de 200 dólares mientras las administradoras de fondos de pensiones habían aumentado sus beneficios el 70% en un año. Las tasas universitarias estaban entre las más caras de los países de la OCDE —7.600 dólares anuales—, lo que obligaba a los estudiantes a contraer deudas que arrastraban durante décadas.
Pero el mundo no se incendia por cifras. ¿O sí? El 18 de octubre, Santiago era una pira: estaciones de metro arrasadas, comercios saqueados, fuerzas de seguridad reprimiendo sin control. Esa noche, el presidente fue a cenar con su nieto, que cumplía años. Cuando terminó, declaró el estado de emergencia. Al día siguiente se sumó el toque de queda. Desde ese momento, él y otros funcionarios hicieron declaraciones hablando de “los vándalos”, oponiéndolos a “los ciudadanos honestos” a quienes pedían colaboración para “volver a la normalidad”. No parecían darse cuenta de que esa “normalidad” había sido la matriz del estallido y era, en todo caso, una normalidad con la que muchos no estaban de acuerdo. Por esos días se filtró un audio de la primera dama que, completamente maría-antonietizada, le decía a alguien que todo el asunto era “como una invasión extranjera, alienígena”.
El 20 o 21 de octubre, cuando se restableció el transporte público, vi por televisión a un periodista preguntarle a un chófer de autobús cómo se preparaba para la jornada laboral. El conductor respondió: “Soy trabajador, tengo dos cánceres, uso pañales para trabajar y quiero saber si Sebastián Piñera está actuando como presidente o como empresario”. Y, azorada, escuché cómo el periodista insistía: “Entiendo. Pero yo le pregunto cómo está usted: ¿preparado para el servicio?”. Error de paralaje: veían vándalos y eran ciudadanos; veían a un chófer de micro con cáncer y pañales y decían: “Aquí no pasó nada. ¿Contamos con usted para que siga poniendo el hombro?”. El 25 de octubre, 1.200.000 personas marcharon por Santiago reclamando educación, salud, pensiones dignas y una reforma de la Constitución.
Una Constitución es un animal pesado. Algo que dice: “En esto creemos, hacia allí vamos”. Aunque ha tenido cambios, la de Chile fue redactada en 1980 durante la dictadura de Pinochet (1973-1990). Cimentada sobre una fe ciega en el libre mercado, prohíbe el derecho a huelga de empleados públicos y esenciales; no menciona el trabajo como un derecho —“Toda persona tiene derecho a la libre contratación y a la libre elección del trabajo con una justa retribución”—; no designa al Estado como proveedor de salud, educación o seguridad social, dejando todo en manos privadas; y establece quorum tan altos para la modificación de algunas leyes que cualquier cambio es improbable.
Con el tiempo se supo que, durante el estallido, 460 personas sufrieron lesiones oculares severas, que cinco murieron en manos del Ejército y carabineros, que se produjeron miles de violaciones a los derechos humanos. Para el verano austral, el presidente Piñera tenía un 82% de imagen negativa y, aunque se había convocado a un plebiscito por la reforma de la Constitución para el 26 de abril de 2020, nadie creía que eso fuera a calmar las aguas en los primeros meses del año: la pregunta no era si los reclamos seguirían, sino hasta dónde llegarían las violencias.
Pero entonces llegó la pandemia. Las restricciones de circulación impidieron las protestas, y se fijó una nueva fecha para el plebiscito —25 de octubre de 2020— en el que se votarían dos opciones: “Apruebo” o “Rechazo” (la reforma). También se decidiría si la comisión encargada de redactarla estaría integrada por parlamentarios o ciudadanos elegidos por voto popular. Dos semanas antes de la votación se conoció un informe, elaborado por la empresa Unholster, en el que se midió cómo percibían la desigualdad cientos de directores de grandes empresas, economistas y líderes de opinión. Según ellos, solo un 25% de la población pertenecía a la clase baja, un 57% a la clase media y un 18% a sectores más acomodados. El Banco Mundial dice otra cosa: el 77% de la población chilena pertenece a la clase baja, un 20% a la clase media y solo un 3% al sector alto. Así, en esa distorsión interminable, instalada aún cuando había transcurrido un año desde el estallido, se llegó al plebiscito. A pesar de que el voto no era obligatorio y de las fuertes restricciones para movilizarse, el 50,9% del padrón acudió a votar, y la opción “Apruebo” ganó con un porcentaje brutal: 78,27. El 78,99%, además, votó a favor de una comisión constituyente formada por ciudadanos. El rechazo ganó solo en tres de las comunas más acaudaladas de la capital: Las Condes, Vitacura y Lo Barnechea. Y, a pesar de eso, una asesora de la campaña a favor del “Rechazo” dijo que las comunas donde había ganado esa opción eran “las más informadas”.
Al término de su mandato (2014-2018), Michelle Bachelet envió al Congreso el proyecto para una nueva Constitución. Pero, apenas asumir, el ministro del Interior del nuevo Gobierno, Andrés Chadwick (que dimitió durante el estallido de 2019 y a quien el Senado señaló como el responsable de las violaciones a los derechos humanos durante el conflicto) dijo que no continuaría con el proyecto de reforma: “No queremos que avance el proyecto de Constitución de la expresidenta Bachelet. La Constitución no es un juego”. Precisamente. Lo fue durante años. De muy pocos.
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