El coronavirus en América Latina
Desde las maras de El Salvador que castigan a quienes se saltan la cuarentena hasta el apagón cultural en Argentina. Desde los médicos del exilio cubano en la frontera de México con EE UU hasta la odisea de los vendedores ambulantes en el DF, los confinados sin combustible en Venezuela, las protestas sociales silenciadas en Chile, las víctimas invisibles en Colombia y los estragos negacionistas en Nicaragua y Brasil.
Lo que da rabia es tanto esfuerzo perdido. Ocupamos un continente y medio, desde el desierto que abraza a Ciudad Juárez en la frontera con Estados Unidos hasta la neblinosa Ushuaia, que de todo el mundo es el poblado más próximo a la Antártida. Somos un universo multicolor de más de 600 millones de seres humanos, hechos al esfuerzo, con hambre de progreso, dotados la mayoría de una incomprensible disposición al buen ánimo. Sobrevivimos a unas economías que trepan lentamente y vuelven a caer en el pozo de la inequidad y la inflación. Llevamos un siglo y otro poco de lucha por la igualdad y la democracia —dictaduras vienen, dictaduras van, pero nunca se ha dejado de empujar el cambio. Se cuentan por millones las familias que suman jornadas de trabajo y hacen cuentas, y sacan del ahorro de hormiguita para el enganche de un apartamento o la matrícula de la primera integrante de la familia que ha de llegar hasta la universidad. Y todos esos años y luchas las desaparece en cuestión de semanas, como quien borra un pizarrón, la fuerza ciega de un virus. Porque, muy aparte de la pérdida de vidas humanas que nos espera en los meses por venir, está el colapso de industrias, comercios y economías familiares de una región que ya se encontraba en un difícil declive económico, de no-tan-bien a bastante peor, cuando llegó la plaga.
Imposible saber cuándo terminará de subir la ola de contagios que viene creciendo desde Wuhan hasta acá. Y mucho más difícil imaginar lo que vendrá después. Pienso en mi antiguo barrio en la Ciudad de México, en un pequeño restaurante indio-africano-libanés-anglo-mexicano que con un capital mínimo servía platillos exóticos y caros a unos cuantos comensales dos veces al día, y en una fondita a dos cuadras de ahí, que llevaba años ofreciendo modestas comidas corridas a la hora del almuerzo. ¿Qué será de ellos después de tantos meses de pagar renta sin que entre dinero a sus cajas? ¿O de los campesinos de toda la región que durante años se dedicaron al costoso negocio de cultivar café orgánico para gustos esnob, ahora que una nueva clase social con aspiraciones esnobistas está también buscando la tabla de salvación ante el naufragio de sus galerías de arte, sus agencias de publicidad, sus fondos de inversión?
Pienso por estos días en los muchos sueños perdidos de gente que iba a estrenar carro, o a divorciarse (¡por fin!), o a presentar un libro, o a comprarle un vestidito nuevo a la hija. Pero pienso sobre todo en Willington, un muchacho locuaz de 17 años, integrante de una familia que pasa varias veces por semana a mi edificio a escarbar en nuestra basura, para venderle lo rescatable a un comerciante de desechos. La familia se ha quedado sin dinero, porque, en la dura cuarentena que vivimos, los comerciantes han dejado de comprar el cartón, el vidrio y el plástico. Y Willington se ha quedado sin educación, porque las escuelas, cerradas desde hace más de un mes, ofrecen ahora un rudimental servicio de enseñanza en línea, y el muchacho, sin un peso para adicionarle un prepago a su destartalado celular, se tiene que conformar con llenar unas planillas que entregará a la escuela al final de este periodo de encierro.
La calamidad que le ha acontecido a Willington es interesante porque indica que los problemas que no habían encontrado solución antes de la llegada de la covid-19 seguirán sin solución en la posepidemia, pero peor. La educación, por ejemplo, a la que generaciones enteras de políticos le han escatimado el presupuesto necesario para crear ciudadanos pensantes, que sepan elegir mejores gobernantes que ellos, ¿con qué presupuesto podrá contar ahora, si las arcas del Estado se habrán vaciado durante la epidemia?
Finalizada en los años ochenta la época de las dictaduras, muchos creímos que, ahora sí, enfilábamos directamente a la democracia. Pero un pueblo sitiado por la carencia y sin los mínimos niveles de educación no está para elegir a señores aburridos (o señoras) a sueldo que vayan a la oficina todas las mañanas a consultar con su equipo cómo resolver los problemas de su país de la manera más sensata posible. Ese pueblo quiere más bien líderes y salvadores, y elige a los Hugo Chávez, Daniel Ortega, Fernando Collor o Enrique Peña Nieto correspondientes. Con este último, por cierto, se notó una tendencia inquietante: ya no eran solo los electores los que no habían recibido una educación adecuada. Preguntado el entonces candidato Peña Nieto por corresponsales españoles sobre los tres libros que le habían significado algo en la vida, el candidato titubeó, escarbó en su memoria durante segundos eternos, y finalmente nombró “algunos pasajes de la Biblia”, algún otro que no recordaba, y un tercero cuyo título y autor equivocó.
No sé si el fin del mundo se anuncia así: una peste bíblica, y unos pobres políticos ignorantes, mediocres, rapaces, que se han creído faraones y van transformando una terrible emergencia médica en tragedia. Así, vemos cómo Venezuela, su economía y su sistema de salud destruidos por Hugo Chávez y su sucesor, Nicolás Maduro, se encuentra ahora inerme ante el asalto del virus. En Nicaragua, Daniel Ortega y su siempre alarmante compañera, Rosario Murillo, convocan a manifestaciones en pro del amor. En México, el presidente del pueblo, Andrés Manuel López Obrador, ya con el virus instalado en casa, conminaba al pueblo a abrazarse —"¡así, bien apretado, cerquitita!"— y exhibía los amuletos que lo salvarían del virus. Y en Brasil, qué decir… En Brasil, un señor Jair Messias Bolsonaro se cuelga el tapabocas de una oreja, se une a manifestaciones en contra del aislamiento social decretado por varios gobernadores, y clama que el coronavirus es "uma gripezinha". Hoy ya se está instalando un hospital de campaña en el estadio Maracaná, a unos pasos de una favela que conozco bien, Mangueira. Trato de no pensar en lo que la covid-19 va a hacer con esa comunidad. La última vez que pasé por ahí, la densificación de vivienda era tal que no corría ni la más mínima brisa por los estrechos callejones, olorosos a drenaje abierto, y me contaron que en la última ola de calor la temperatura había subido a 50 grados. "Menina!", me dijo una amiga, "Aquilo parecia o apocalipse!" Así se acaba el mundo, en un apocalipsis que arrasa primero con los pobres.
En este número de El País Semanal, sus corresponsales para América Latina presentan los textos resultado de su incansable recorrer por América Latina en busca de las huellas de la covid-19. Son textos puntuales y alucinados a la vez —porque así son los reportes y así es la realidad en estas latitudes. Hablan del posible apocalipsis y también del optimismo, la solidaridad y las remotas luces que alumbran alternativas mejores: algunos posibles caminos al reordenamiento del mundo natural y sus riquezas, alguna posible alteración de nuestro consumismo sin freno de chatarra y desperdicios. Pocas veces América Latina y España han resultado tan espejo la una de la otra como en esta crisis. Y gracias a la crisis, ahora tenemos todo el tiempo del mundo para leer estas crónicas.
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