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Tiempos amurallados

<b>Conversaciones lejanas.</b> De patio a patio, de balcón a balcón, de azotea a azotea. Los confinamientos para frenar la expansión de la covid-19 abrieron nuevas maneras de comunicación. En la imagen, Gala, de siete años, habla con su amigo Oliver, de seis, en Barcelona el 29 de abril.
Conversaciones lejanas. De patio a patio, de balcón a balcón, de azotea a azotea. Los confinamientos para frenar la expansión de la covid-19 abrieron nuevas maneras de comunicación. En la imagen, Gala, de siete años, habla con su amigo Oliver, de seis, en Barcelona el 29 de abril.Emilio Morenatti (AP)
Irene Vallejo

Quienes erigen muros sueñan con una imposible seguridad. La palabra “seguro” procede del latín sine cura, es decir, “tranquilo, sin preocupación ni cuidado”. Lo que este encierro ha desvelado es, precisamente, el valor irrenunciable de cuidar y tener cuidado

A este lado de la frontera, habíamos olvidado la mirada hostil de los muros infranqueables. En poco tiempo, nuestra vida cotidiana se ha visto sitiada por confinamientos, cierres perimetrales, restricciones de movimientos, distancias de seguridad. Hemos atisbado —lejanamente— la desesperación de quien encuentra el paso cerrado por verjas y alambradas. Durante unos meses, hemos vivido exiliados en la orilla vulnerable de la humanidad.

Hace décadas llegamos a pensar que las murallas eran un invento obsoleto. Cuando cayó el famoso muro, Berlín era una fiesta. Con él se desmoronó el telón de acero y, mientras la euforia mundial enterraba alegremente la Guerra Fría, el futuro se intuía globalizado y sin límites. Los turistas compraron pedazos de hormigón como souvenirs y regresaron con el trofeo a su país para dedicarse a lo propio de los años noventa: ganar dinero. Creímos que las torres de vigilancia, las alarmas y las vallas electrificadas se extinguían. Pero la propensión a atrincherarnos no es fácil de desarraigar: incluso la meca del capitalismo, Wall Street, lo lleva inscrito en su nombre.

Nuestra era de la libertad está erigiendo más barreras que ninguna otra etapa del pasado, incluidos los tiempos casi míticos de la Gran Muralla china, las fortificaciones romanas o los castillos medievales. Como explica David Frye en Muros, la epidemia de alambradas vivió un rebrote en el nuevo milenio. Sigiloso, repentino, simultáneo. Arabia Saudí, con una faraónica construcción de 1.700 kilómetros, acarició el antiguo sueño de acorazar su territorio. Los muros propagan los muros: Kuwait, Emiratos Árabes, Israel, Malasia, Kenia, Marruecos, Argelia, Estados Unidos… Incluso en la misma Europa hemos vuelto a edificar paisajes hostiles de concertinas, sensores de movimientos, verjas de acero, alambres de espino y bloques de hormigón. En una gran gesta de ingeniería civil, la India ha levantado una valla electrificada en regiones del Himalaya donde apenas hay oxígeno y solo se mueven los glaciares. Aquí y allá, proliferan los centros de internamiento de extranjeros y los campos de refugiados, enrejados y cautivos de la miseria. La vigilancia fronteriza se ha convertido en un formidable negocio globalizado que mueve millones de dólares cada año. Y en el interior de las ciudades brotan urbanizaciones blindadas que separan a los ricos de los pobres, tapiando el antiguo ideal de buena vecindad.

La pandemia nos encontró absortos en esta furia fortificadora, pero ni las aduanas ni los diques de hormigón detuvieron al virus. A cambio, sucedió algo inquietante: nuestros muros, en un invisible y silencioso contagio, giraron hacia dentro y lo invadieron todo. Mientras debatíamos a quién permitir o cerrar el acceso a la tierra prometida, quedamos de pronto enjaulados en casa. Las personas ingresadas en hospitales o residencias sufrieron un trágico aislamiento, mientras sus familiares permanecían atrapados en su encierro, bajo el asalto de la angustia, sintiéndose emigrantes de sus propias vidas.

<b>A pesar de todo, la vida sigue.</b> Encerrados en casa, la creatividad hizo posible que la vida no se parara del todo. La triatleta Lloyd Bebbington entrena en una piscina en su jardín el 26 de abril en Newcastle-under-Lyme, en el Reino Unido.
A pesar de todo, la vida sigue. Encerrados en casa, la creatividad hizo posible que la vida no se parara del todo. La triatleta Lloyd Bebbington entrena en una piscina en su jardín el 26 de abril en Newcastle-under-Lyme, en el Reino Unido.Carl Recine (Reuters)

En la mitología griega, los dioses idearon un terrible tormento para Tántalo, al que culpaban de excesivo orgullo. Rodeado de agua, no podía beber porque el líquido retrocedía cuando él acercaba sus labios. Una rama cuajada de frutos pendía sobre su cabeza, pero, si levantaba el brazo, se movía fuera de su alcance. Todo aquello que deseaba escapaba de sus manos. En este año tantálico, sentimos sed de los demás, pero, si nos acercamos, ellos retroceden. La distancia levanta entre nosotros tabiques de aire. Los muros han colonizado nuestra vida cotidiana con ferocidad viral: mamparas, mascarillas, pantallas faciales, paredes de cristal o metacrilato. En esta lógica cruel, hemos auxiliado a nuestras personas queridas de la forma más extraña imaginable: encerrados, lejos, sin proximidad ni contacto. El éxito de nuestros cuidados ha radicado en nuestra ausencia, en proteger desde lejos, acompañar sin vernos, atender sin abrazos, consolar sin acariciar. Nuestros afectos han permanecido cercados.

Quienes erigen muros sueñan con una imposible seguridad. La palabra “seguro” procede del latín sine cura, es decir, “tranquilo, sin preocupación ni cuidado”. Lo que este encierro ha desvelado es, precisamente, el valor irrenunciable de cuidar y tener cuidado. Hoy esperamos con impaciencia que la ciencia, en colaboración abierta y transfronteriza, perfeccione las vacunas que derribarán las murallas que nos asfixian. Una vez inmunizados contra las barreras, será tarea de la política y la filosofía, de la cultura y la educación construir un mundo menos confinado y más confiado.

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