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Pamplinas
Columna
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La era del compromiso

Dos personas, ante un anuncio de juego en el barrio madrileño de Usera.
Dos personas, ante un anuncio de juego en el barrio madrileño de Usera.Sergio Pérez (Reuters)
Martín Caparrós

¿Cuánto dinero estamos dispuestos a perder para salvar cuántas vidas? ¿Cuántas vidas para salvar cuánto dinero?

Como todas las palabras que importan, compromiso significa por lo menos dos cosas muy distintas, casi opuestas. Un tal Sartre, gabacho de pro, hablaba mucho del compromiso del intelectual —y del intelectual comprometido, plaga de los sesenta. En esa acepción compromiso significa que alguien está tan convencido de algo que se le entrega entero —o dice que se le entrega entero. De eso, como de todo, hay una versión caricatura: el político que pone cara de ahora sí vamos a hablar de lo que importa y proclama su compromiso de hacer lo que nunca pensó hacer. Y hay una versión íntima en plena decadencia: ese rito en que un hombre y una mujer, en general hijos de carcas, anuncian que si todo sigue igual en un tiempito se nos casan.

Pero todas estas acepciones se parecen: describen, con más o menos verdad, la decisión de tomar una decisión y respetarla, seguir tus convicciones. La otra acepción es lo contrario: la decisión de negociar tus convicciones porque algo supuestamente te lo impone. Es la diferencia entre tomar un compromiso y buscar uno. La segunda es la que define nuestros días.

Hay razones: Larrealidad nunca fue tan obviamente impositiva como ahora. Larrealidad —perdonen el personaje de guiñol— siempre interviene, pero lo suele hacer con menos gritos. En estos días la pandemia es un alarido constante que nos dice que Larrealidad controla todo, que está por todas partes. Y que, entonces, hay que buscar compromisos sin parar.

Los buscamos en nuestras vidas cotidianas y comunes: ¿voy a la oficina y me arriesgo a contagiarme o les digo que no y me arriesgo a que me echen? ¿Mando al niño a la escuela así crece y que sea lo que Dios quiera? ¿Bajo al metro y me la juego? ¿Me gasto toda esa pasta en mascarillas o apuesto a que duren unas horas más que lo que dicen? ¿Cenamos fuera pero nos mantenemos a tres metros? ¿Le doy a la abuela la alegría de llevarle a Puchi o le hacemos un zoom que es más seguro? ¿Salgo a vender a ver si traigo algo o me quedo y nos comemos el último arroz y después vemos?

Larrealidad bruta so forma de pandemia nos obliga a tomar decisiones todo el tiempo: a hacer visible y urgente lo que en general conseguimos disimular o dar por decidido. Y nos obliga al compromiso permanente: hasta dónde me arriesgo, qué estoy dispuesto a hacer o a no hacer. Y así será —supongo— en los despachos del poder. Para los que tienen la desgracia de gobernarnos estos días, la práctica del compromiso se ha convertido en su tortura cotidiana: ¿Y si los dejo abrir hasta las 22.00 se contagiará un 37% menos que si cierran a las 24.00 pero recaudarán lo suficiente? ¿Y si ahorro en rastreadores podré invertirlo en estrellas amarillas para los infectados? ¿Y si hago cuarentena de turistas franceses pero no de alemanes, que son tan limpitos? ¿Y si contrato médicos sudacas después tendré que dejarles que se queden? ¿Y si abro las escuelas pero prohíbo que los niños hablen de fútbol, que escupen demasiado?

Gobernar suele ser eso: encontrar compromisos. Siempre es así pero, en estos días en que todo se nota demasiado, se nota demasiado que deben buscar el compromiso entre dos factores básicos: el dinero, la vida. ¿Cuánto dinero estamos dispuestos a perder para salvar cuántas vidas? ¿Cuántas vidas para salvar cuánto dinero? O, dicho de una manera que incluso ellos pueden entender: ¿cuánto vale una vida? ¿Depende de qué vida? ¿Cuánto vale una vida de vejete? ¿Cuánto una vida de neurocirujano? ¿Cuánto una de panchito? ¿Una de niña rubia? ¿Y cuánto la de mi madre pobre ángel?

Las respuestas, faltaba más, varían. Dependen de eso que, en días más calmos, solemos llamar ideología. Que, como todo, con la pandemia se nota demasiado.

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