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Columna
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La vacuna luna luna lu

Arriba, pintada del artista urbano TV Boy en Catania, Italia.
Arriba, pintada del artista urbano TV Boy en Catania, Italia.Fabrizio Villa (Getty Images)
Martín Caparrós

Es la esperanza hecha ambición. Ya no una cura sino la garantía de que no será necesario curar nada. La vacuna supone la imaginación de un futuro.

Tantos niños entre 64 años lo hemos cantado alguna vez, entusiasmados: “… que todas las brujerías / del brujito de Gulubú / se curaban con la vacú, / con la vacuna luna luna lu…”. Lo escribió la gran María Elena Walsh en los sesenta, pero sus palabras nunca tuvieron tanto sentido como hoy: nos hemos convertido en una sociedad de esperadores de la vacuna. Con ella, suponemos, el mundo volverá a ser lo que era; con ella, imaginamos, nuestras vidas volverán a ser nuestras.

La vacuna —la idea de vacuna— es la esperanza hecha ambición: ya no un remedio sino un escudo, no una cura sino la garantía de que no será necesario curar nada. La noción de que algo malo más que repararse debe evitarse es de una sofisticación extraordinaria: supone la imaginación de un futuro, la solución de algo que no sucedió. Fue un gran avance cuando los hombres aprendieron a prevenir lo que temían con sortilegios, ristras de ajo, santitos en la almohada: el bien contra el mal, una y otra vez. Pero la vacuna —la idea genial de aplicarse un poquito del mal para evitarlo— no surgió hasta principios del siglo XIX.

Don Francisco Javier de Balmis había nacido en Alicante en 1753 y decidió ser médico —en tiempos en que matasanos era su descripción más apropiada. Estudió, aprendió, atendió militares, cubanos, mexicanos y al fin un rey hispano, Carlos IV, al que supo convencer de su locura: llevar a las colonias ese invento tan reciente e inglés, la vacuna contra la viruela. Su expedición zarpó de A Coruña en noviembre de 1803: incluía un equipo de cirujanos y ayudantes y, sobre todo, 22 niños huérfanos entre cuatro y ocho años que, infectados por turno, criaban y proveían la pústula que se inoculaba a los afortunados. Debe haber sido una procesión aterradora —y duró más de tres años y salvó a miles de sudacas y sentó un precedente decisivo. La era de la vacuna había empezado.

Ahora, otra vez, estamos esperando una, que devolvería el mundo a su lugar. Pero esa vacuna —la forma en que se está produciendo esa vacuna— es una síntesis de todo lo que no funciona en este mundo: de todas las razones por las que es una pena devolverlo a su lugar.

Hay, ahora, en Rusia, Inglaterra, China, Estados Unidos, Alemania, Israel, Suiza y compañía limitada unos 150 laboratorios más o menos serios buscándola, unos 30 que ya empezaron los ensayos clínicos. Cada uno trabaja por su cuenta porque el que la encuentre se cubrirá de oro, pero todos reciben miles de millones de dinero público de los países más ricos. Los Estados, impotentes, entregan su soberanía —y su plata— a los privados: se ponen en sus manos.

¿No hay otras formas? ¿No es triste que cada uno busque por su lado? ¿Que se peleen cual gatos embolsados a ver quién gana la carrera y, con ella, los astronómicos dineros? Estos días Internet rebosa de ofertas: invierta en la vacuna tal, en el laboratorio cual, las ganancias pueden ser extraordinarias. ¿Ganancias, con el desastre universal? ¿No deberían aliarse los Estados potentes —y los otros, hay un club que se llama Naciones Unidas que podría servir para eso— y armar un hipermegalab en algún lugar del mundo, quizá sobre la base de alguno que ya está, y concentrar ahí todos los esfuerzos, todas las mentes, todos los recursos para garantizar que la famosa vacuna salga lo antes posible y que esté disponible para todos?

Si los Estados no sirven para eso, si la Organización Mundial de la Salud no sirve para eso, si las Naciones Unidas no sirven para eso, no sirven para nada. Docenas de proyectos compitiendo —y al final un acceso prioritario para ricos— es la síntesis de un mundo que se empeña en hacer lo peor. Y siempre espera que lo salve algún brujo o ahora, modernos como somos, la vacuna.

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