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Columna
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El ocio nocturno

Gueorgui Pinkhassov (Magnum / Contacto)
Martín Caparrós

Vivimos en sociedades que han rehecho la noche. Durante milenios, fue un territorio ajeno. Un espacio de interrupción, reparación, espera.

Las palabras, sabemos, tienen formas sibilinas de decir. Por eso nadie sabe una lengua hasta que entiende lo que dicen más allá de lo que dicen que dicen. Perdida, por ejemplo, siempre fue el participio pasado femenino del verbo perder, pero años atrás una perdida era una mujer ligera de cascos —¿cómo sería ser lenta de cascos, pesada de cascos?—; ahora, en cambio, una perdida es una llamada que no vas a contestar para registrar en tu teléfono el número del otro. No hay nada más fácil que perderse en las evoluciones de las palabras; hay pocas cosas que me exciten más que descubrir una que me resulta nueva. Y, estos días, me paso las noches pensando en el ocio nocturno.

Vivimos en sociedades que se han deshecho de la noche —la han rehecho. Durante milenios fue un territorio ajeno: era, para casi todos, un espacio de interrupción, reparación, espera; cuando el sol se iba no se podía hacer mucho más que comer algo y acostarse a esperar que volviera. Había, por supuesto, unos pocos ricos que podían pagar fortunas en candelabros y candiles, pero la mayoría debió esperar al invento de la luz eléctrica, hace siglo y medio, para usar la noche. Que pasó a convertirse en un territorio muy ocupado, cada vez más mezclado con el día. Otro cliché que ya no vale: son el día y la noche.

Pero algo quedó de aquella lógica: todavía, aunque nuestros mundos hiperiluminados no lo imponen, mantenemos la división entre el día para el trabajo y la noche para el descanso. En principio, de noche no se labora; de hecho, el trabajo nocturno se paga más, resulta sospechoso. Porque la noche es para el ocio me sorprendió encontrarme en estos días con que hay algo, en España, que todos llaman “ocio nocturno” —y aparece en las tapas de los diarios y tiene federaciones de empresarios y se entiende.

Parece que aquí, cuando dicen ocio nocturno dicen discos y alcoholes y desmadres.

Si la noche está prevista para el ocio, si la noche está hecha de ocio, si de noche se pueden ejercer ocios tan variados como la cena el cine la charla el sexo la tele el tedio la lectura el sexo la angustia el pensamiento triste el sexo el insomnio pertinaz el rasque intrínseco de huevos, decir ocio nocturno dice poco. Y sin embargo aquí se dice como si dijera, y tuve que aprenderlo y aprehenderlo. Entonces entendí que es lo contrario de una noche ociosa: que consiste en ocuparla mucho.

Porque parece que aquí, cuando dicen ocio nocturno, dicen discos y bares y alcoholes y desmadres como si el ocio de la noche solo pudiera ser beber y bailar y mostrarse y colocarse y seducirse. Es casi comprensible: la compañía y el ruido están tan sobrevalorados en las culturas que no soportan el silencio de la soledad.

Lo duro es que funcionen esos trucos: cuando los dueños de algo se apoderan de nociones tan amplias como el ocio y la noche y las reducen, las transforman en sujetos agitándose con músicas, deseándose si acaso, y lo aceptamos. Nos dejamos secuestrar las palabras, retorcerlas.

El ocio nocturno, entonces, en esta idea limitada, son personas peligrosamente cerca: la amenaza actual, los cuerpos. Son episodios movidos y ruidosos de la Guerra del Cerdo, esa mutación del virus en que los jóvenes —que se creen que no mueren de eso— se ciscan en la seguridad de los más viejos —que se creen que se mueren de eso—, y hacen sus cositas y demuestran que también en las pandemias se puede ejercer el egoísmo más perfecto.

Pero qué es una peste frente al descubrimiento, la comprensión de unas palabras. Toda palabra es un mundo y ofrece, como él, ese momento espléndido en que uno da ese paso atrás, intenta olvidar todo lo que, sin saberlo, sabe sobre ella, y trata de mirarla como si fuera nueva. Entonces ve —a veces ve— y es sorprendente. No saben la cantidad de ocios nocturnos que me paso pensándolo.

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