Carta al enemigo
No digo que haya que aparcar nuestras diferencias, más bien averiguar de dónde proceden. Empecemos por recobrar la humilde virtud de las palabras
No voy a hacer como Miguel Gila una llamada de teléfono, con aquel arte magistral para hacernos creer que el enemigo se avenía a aligerar su furor sacro y con trato familiar hacía a un lado el orgullo. El enemigo de Gila no estaba al otro lado del hilo, aunque sí atento a la pantalla del televisor, probablemente sonreía a medias. Me dirijo a usted por escrito, sin atreverme a pensar en hacer más llevadera nuestra fraternidad imposible.
Solo me permito comentar asuntos públicos cuando la actualidad agobia mucho, porque el debate político incesante acaba con la aspiración a conocer. Ojalá el arte de organizar la convivencia se dotase de la inventiva del científico, pero convengo en que eso es pedir peras al olmo. La exaltante luz que cae a plomo sobre nuestro suelo ensombrece el gesto y convierte en ceguera el apego a las convicciones.
En tiempos de pandemia y guerra comercial cuyas batallas se libran en dispositivos de bolsillo, la cosa pública no depende tanto de la lucha por la alternancia en el poder como de lo que atañe al conjunto de la especie. Calentar el patio trasero con trifulcas es consentir el autoengaño y dejar huérfanas de realidad a las futuras generaciones. La política de partido se reduce a psicosis, si cada uno toma por verdad lo que quiere.
Sus consignas vienen cocinadas en tanques de pensamiento —especie de división Panzer de las ideas férreas— que pretenden frenar la causa del interés común favoreciendo la popularidad inmediata del egoísmo. En nombre del mérito individual, que impide que los vagos y maleantes reclamen el mismo derecho que los niños aplicados. Pero niños aplicados quedan pocos y los que quedan empiezan a poner en duda las ventajas de entender la vida como una competición en la que vencen los listos sin escrúpulos.
Guardo algún resquemor, enemigo mío, contra quien no tiene reparo en hacer daño para sentirse por encima de los otros. No por disputarle el dudoso beneficio, sino por su perseverancia en el engaño acerca de la condición del ser humano. La trampa avariciosa y el afán de éxito trucado, antes de perder arraigo en las costumbres populares, han vuelto a anidar por las alturas. Igualan en un mismo sentir al noble y al villano, sugieren que no hay modelo alternativo y promueven el desaliento. Echan, por así decir, el candado al Jardín de las Hespérides.
Me permito dirigirle la presente por si tuviéramos la suerte de coincidir en esta idea: España tiene pendiente una transformación que no puede ser tarea exclusiva de una parte. Si estuviera usted de acuerdo, podríamos pasar a considerar que en las escuelas se enseñe a combatir este destino aciago de creerse dueño de la luz celeste. Si no, lo dejamos estar y salga otra vez el sol por Antequera. Pero si se convierte a España en parte —la mejor, a poder ser, en el reparto—, no hace falta acusar a nadie de partirla.
Galdós decía que superar el encono entre españoles era tarea para todo un siglo. Estuvo a punto de acertar, pero ya podemos concluir que se quedó corto. No digo que haya que aparcar nuestras diferencias, más bien averiguar de dónde proceden. Empecemos por recobrar la humilde virtud de las palabras, que son menos que razón absoluta, pero algo más que bullicio.
Santiago Auserón es cantante y compositor.
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