Envejecer mal
Hay cosas que cuando se rompen quedan mejor que enteras: los troncos de los árboles, por ejemplo, apilados junto a la chimenea. La naturaleza se deteriora con una dignidad increíble. No hay más que ver el color de las hojas durante el otoño: ¿de qué rara paleta sacarán esos amarillos, esos naranjas, esos rojos, esos ocres con los que perecen tras la pérdida de la clorofila, que produjo durante el verano una variedad de verdes imposibles de imaginar? ¿Hay espectáculo más bello que el proporcionado por los árboles de hoja caduca hacia finales de septiembre y principios de octubre? Pues la verdad: no. Y aún después de que se desprenden del tronco mantienen en el suelo la dignidad de las manos recién amputadas. Luego, poco a poco, se descomponen y devienen sustancias nutritivas para la tierra.
En cambio, las obras de los seres humanos, cuando se rompen, se convierten en lo que vemos en la imagen: en basureros o escombreras, en estructuras óseas que, lejos de degradarse para alimentar el suelo, permanecen ahí como monumentos a lo mal hecho. No hay rostro más desagradable que el de una ciudad bombardeada. No hay paisaje menos transitable que el del hormigón o el de los ladrillos sacados de quicio, extraídos de su lugar. La foto pertenece a Hiroshima, pero la imagen que nos muestra es idéntica a la de un Berlín o un Londres destruidos. Bajo la belleza de nuestras obras arquitectónicas, late una fealdad sin límites. Observen la gracia de una bolsa de plástico recién sacada del supermercado y reparen luego en el modo espantoso en que envejece a lo largo de 500 o más años.
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