Los seres humanos se comen su futuro
Cientos de especies están en peligro de extinción debido a su presencia en la dieta humana. Si no tratamos de recuperarlas y preservarlas, su disfrute culinario será solo cosa del hoy.
HACE UNOS SIETE millones de años, nuestros ancestros descendieron de los árboles al suelo, iniciando una transformación tan extraordinaria que concluiría con un pie en la Luna. En ambas situaciones, un gesto tan simple como pisar disimula un relevante primer paso. Todos los organismos con los que compartimos el planeta rigen sus actuaciones con relación a las estrategias de supervivencia que emplean. Procedimientos que persiguen objetivos tan básicos como espinosos: la obtención de energía —alimentarse— y su adecuada utilización para desarrollarse, sobrevivir y propagar la especie. Una contienda despiadada que, en el mejor de los casos, concluye en una guerra de trincheras donde los organismos más pequeños —bacterias, insectos…— basan su táctica en una elevada tasa de reproducción, con un enorme número de crías lanzadas al mundo como una carga de infantería.
En Senegal pude observar una colonia de hormigas voladoras que fue literalmente exterminada por una bandada de pájaros que acechaban sus tentativas de escapatoria. Aquel orificio en la tierra era un auténtico dispensador de comida para aves. Esa pugna por la perpetuación de la vida sugiere otro inventario de estrategias y criaturas con una apuesta por tasas de reproducción más bajas. Esta postura pide una significativa inversión de recursos en el cuidado de una progenie reducida que se ve recompensada con una mayor probabilidad de supervivencia. En ese grupo se engloban la mayor parte de los mamíferos, también los seres humanos y sus predecesores, que desde que echaron aquel pie a tierra se han adentrado en todos los ecosistemas.
Cada hábitat mantiene un delicado equilibrio entre el conjunto de seres vivos que lo ocupan y el medio natural que los acoge (biocenosis). Esta interacción se produce a partir de quebradizas relaciones alcanzadas en el tiempo, y no sin pérdidas: las de aquellas criaturas que en el arreglo global quedaron fuera y cuyos restos petrificados vemos hoy en las vitrinas de los museos. La entrada en la partida de nuestros antecesores provocó la modificación, explotación y contaminación de los entornos, alterando su equilibrio. Tendemos a pensar que estos sucesos son inherentes al hombre contemporáneo, codicioso y alejado del pulso de la madre Tierra. Pero ahí están los registros fósiles que hablan de esas aves que habitaron Nueva Zelanda durante 90 millones de años y acabaron extinguiéndose en el siglo XV, tras la llegada de las primeras tribus maoríes a las islas. Las moas llegaban a medir tres metros y pesar 250 kilos, lo que las convertía en codiciadas piezas de carne para la población indígena. Esa misma realidad ya se había dado con la megafauna australiana y americana tras la colonización, hace 45.000 y 16.000 años respectivamente, de los primeros Homo sapiens.
A medida que nuestra población ha aumentado la eficacia en los métodos de captura, la vida silvestre se ha ido apagando. Se estima que en los últimos cinco siglos el 2% de las especies de megafauna se han exterminado. Actualmente, según un estudio publicado en la revista Conservation Letters, el 70% de estos grandes animales —200 tipos de mamíferos y peces— está en claro descenso, y el 59% —más de 150 especies—, en peligro de extinción debido a su presencia en la dieta de algunas poblaciones. Eventualmente por necesidad, pero con frecuencia por motivos culturales y sociales que harían eludible su consumo, como la salamandra gigante china, considerada un manjar. Son contratiempos dificultados por el estímulo económico que acompaña a lo escaso y deseado.
Las angulas siguen un camino parecido: sobredeseadas y sobreexplotadas hasta el declive de sus reservas, ahora en precario estado, los expertos aconsejan una reducción de los factores de mortalidad antropogénicos —aquellos causados por la acción del hombre— y una pesca cercana a cero hasta la recuperación de la especie. Un gesto tan simple como llevarse un tenedor rebosante de ellas a la boca arriesga esa misma acción con vistas al día de mañana. Si no ajustamos nuestros comportamientos a la recuperación y preservación de esta y otras especies, gozaremos del presente a costa de comernos el futuro.
Peras al vino
Ingredientes
Para 4 personas
- 4 unidades de pera conferencia
- 500 mililitros de agua
- 500 mililitros de vino tinto
- 50 mililitros de vino de Oporto
- 500 gramos de azúcar
- 1 rama de canela
- 2 gramos de anís estrellado
- 1 gramo de clavo
- 100 gramos de nata
- 10 gramos de leche
- 15 gramos de cabrales
Instrucciones
Pelar con cuidado las peras dejando el rabo. Poner mientras tanto los líquidos junto al azúcar y los aromatizantes a cocer. Cuando empiece a hervir, añadir las peras. Cocerlas durante 15 minutos a fuego suave. Sacarlas y reservarlas.
Entretanto, cocer el jarabe resultante hasta conseguir su espesor idóneo. Colar. Con un pincel, barnizar las peras con el almíbar obtenido.
En un cazo disponer la leche, 40 gramos de nata y el cabrales. Llevar a hervor removiendo y colar.
Dejar enfriar y añadir a esa mezcla el resto de nata. Montar con la ayuda de unas varillas.
Colocar la pera, cortada o no, junto a un poco de crema.
Aporte calórico y nutritivo
La pera aporta unas 45 kilocalorías por cada 100 gramos de porción comestible. Destaca como fuente de potasio y entre sus vitaminas se encuentra muy presente la C.
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