Mecánicos, chapistas, recolectores... Los niños de aceite y plata de Bangladés
Alrededor de diez millones de niños menores de 18 años son obligados a trabajar en el país asiático. La crisis de la covid-19 podría empeorar su situación de explotación y abuso. Esta es la vida de algunos de ellos
Otro día nublado en Dacca, se acerca el monzón y las nubes cercan el cielo amenazantes. El río Buriganga uno de los más sépticos y contaminados del planeta, baña las orillas de la capital de Bangladés. Aguas residuales que arrojan las curtidurías de piel que contienen ácido sulfúrico, plomo y cloro. Lo llaman el río muerto, aunque hay mucha vida alrededor. En uno de los cerros duerme Alom, de tan solo 11 años. Lo hace en una precaria casa de madera y plástico, tambaleante, acostado en una alfombra de mimbre junto a sus tres hermanas y su madre. Él las cuida, es el mayor. Despierta a las cinco de las mañana con las primeras luces, parece contento, con esa sonrisa blanca que reluce sobre su tez morena. Un té, un trozo de pan, agarra su saco y la pala. Comienza una nueva jornada.
Los escombros se amontonan a los lados. Es difícil encontrar cosas de valor entre tanta basura, cartón, comida podrida, animales muertos, ratas que ultiman las sobras. Los catárticos, aves carroñeras de grandes alas negras y cabeza roja, completan en paisaje apocalíptico. Siempre sombrío. ¿Nunca sale el sol? Algunos barcos de hierro, decadentes, atraviesas el horizonte. Crujen a su paso como juguetes de hojalata, parecen derrumbarse, hundirse. Otras canoas escoltan los buques ofreciendo manzanas, plátanos, lima, naranjas, mandarinas, uvas, mangos y papayas. Además de patatas, tomates, cebollas, coles, coliflores, ocra y guisantes. Visten pañuelos rojizos y blancos que protegen sus cabezas del sol. Algunos niños reman incesantes, otros gritan el precio de la fruta para que escuchen los transeúntes de la otra orilla. El capitán les incita, recuerda a esos capataces que marcaban el ritmo en los antiguos barcos de guerra romanos, pero sin tambor ni látigo: “¡Remen, remen!”
El vidrio es oro para los recolectores. Pero nadie tira botellas, las reutilizan. En realidad nada se descarta si sirve en Dacca. Los perros sarnosos ladran a su paso, enseñan los dientes, pero Alom los mira despectivamente, él es Rey de su particular jungla de escombros. “Tienen más hambre que yo”, asegura. Su hermana Emma de siete años le sigue, torpe, tropezando de cerca, con el pelo anudado en trenzas negras, sucias y largas hasta la cintura, divertida como si de un juego se tratase. El hedor es insoportable, otros niños también reciclan en la ribera, debajo del puente de hierro oxidado. Los adultos parecen ausentes. Trabajo solo apto para menores. Un basurero convertido en tétrico parque infantil. “Gano 12 dólares al mes, pero así puedo cuidar a mis hermanas, que empiezan a ir al colegio y a mi madre que está enferma. No me molesta, me gusta mi trabajo. Mi padre murió hace seis meses. Tengo amigos que están peor. Sin nada”, afirma.
Alrededor de diez millones de niños menores de 18 años son obligados a trabajar en Bangladés. Realizan jornadas maratonianas, en condiciones infrahumanas por sueldos que oscilan entre 10 y 20 dólares al mes. Alrededor del 16% de los menores del país estarían en esta situación. Alom es uno de los 168 millones de menores víctimas del trabajo infantil en el mundo y uno de los 7,9 millones niños obreros que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) denuncia que hay en Bangladés. De ellos, cinco millones tienen entre cinco y 15 años, según Unicef.
Esclavos de un motor
Hazaribag es un distrito gris, cemento y fabricas que vomitan humo. Los talleres mecánicos inundan la zona. Aunque los adultos regentan los negocios, los niños son de nuevo mayoría, es como el reino de Nunca Jamás: Son niños perdidos. Salam tiene 12 años, mirada lejana, flequillo alzado y un alicate rojo en la mano. Gana 0,20 dólares al día, que gasta en el té del mediodía para engañar al estómago. Se mueve con destreza entre el laberinto de cables, baterías y bujías. “Algún día arreglaré los coches yo solo, puedo arreglar cualquier cosa aunque solo soy aprendiz”, asiente. Su maestro le incita a volver al trabajo.
A medida que la pobreza aumenta, las escuelas cierran y la disponibilidad de los servicios sociales disminuye, más niños se ven empujados a trabajarHenrietta Fore, <span>directora ejecutiva de Unicef
A su lado, hay otro tugurio de chapa y pintura, donde Polas, de 11 años, y su joven amigo, destripan un motor. Están buceando en el salpicadero de una vieja furgoneta Toyota. Cara pintada de negro, el aceite cubre el cuerpo. Resbala entre las piezas. Se desliza con destreza entre el océano de tornillos y tuercas. El ácido de las bujías quema la piel. Tiene cicatrices que muestra orgulloso, heridas de guerra. Utiliza una especie de cristal como lupa para soldar y proteger sus retinas. El soplete escupe un tímido fuego, parece funcionar. Las piezas se sueldan. Gana lo mismo que Salam pero a veces le dan propina, otro discípulo encadenado a su tutor. “Mis manos pequeñas y mis brazos delgados me permiten llegar hasta el fondo, las entrañas, las tripas, soy muy hábil”, explica Polas.
Bañados en plata
A pocos kilómetros en la parte vieja de Dacca, Aslam, de 16 años, se ata los pies con trapos roídos para que sus dedos no sean cercenados por el torno. Se sienta frente a la máquina que gira furiosa dando forma a cacerolas de aluminio. Llega con el rostro limpio cuando sale el sol, pero con el paso de las horas queda empapado en purpurina plateada. Son productos tóxicos que desprende el metal, que aspira y que le perforan los pulmones. Sus dedos se hinchan, las uñas saltan, aspira con dificultad mientras moldea un nuevo utensilio. Trabaja 365 días año por 18 dólares al mes.
Alif su compañero tiene 12 años según su jefe, aunque no aparenta más de 10. Apenas puede ver las cintas de goma y la rueda que gira sin parar. Los ojos están empañados de ese “manto asqueroso”, te ciega. “No sé leer ni escribir, trabajo 11 horas al día pero por lo menos, me tratan bien, nadie me maltrata ni obliga, si un día quiero irme puedo hacerlo pero no podré volver. Todos mis hermanos trabajan en esta zona o en el muelle. Mi familia me necesita” nos cuenta.
La situación podría empeorar por el aumento de la población y consecuencia de la crisis de la covid-19. Los niños que ya trabajan podrían tener que hacerlo durante más horas o en peores condiciones. "Habida cuenta de las graves consecuencias de la pandemia en los ingresos de las familias, muchas de estas, al no tener apoyo alguno, podrían recurrir al trabajo infantil", afirma Guy Ryder, director general de la OIT. Algunos estudios aseguran que un aumento de un punto porcentual del nivel de pobreza conlleva un aumento del 0,7%, o más, del trabajo infantil.
"En tiempos de crisis, el trabajo infantil se convierte en un mecanismo de supervivencia para muchas familias", asegura la directora ejecutiva de Unicef, Henrietta Fore. "A medida que la pobreza aumenta, las escuelas cierran y la disponibilidad de los servicios sociales disminuye, más niños se ven empujados a trabajar", añade.
Volvemos al taller de aluminio, Alif termina la jornada totalmente bañado en plata. Sus ojos redondos y negros asoman entre la armadura de polvo. Su piel brilla en la oscuridad con la luz de la luna. Asegura que antes de pasar por casa se bañará en el Buriganga, para llegar a casa presentable. En la orilla, Alom continúa recogiendo basura con una linterna atada a la cabeza. Ambos se saludan. Dormirán unas horas antes de regresar y volver a empezar.
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