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la zona fantasma
Columna
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Dos días de noviembre en Nueva York

Javier Marías

La velada había empezado a las 5 de la tarde y se prolongó hasta medianoche, sin que nadie mostrara prisa por largarse.

Hace casi cuatro años. El 7 de noviembre de 2016 estaba en Nueva York para asistir a una gala en la que me iban a colgar una de las pocas medallas que he permitido y permitiré que me planten (queda uno ridículo con colgajo, aunque no tanto como con birrete, de los que por fortuna me mantengo virgen). Los otros enmedallados eran el casi nonagenario Harry Belafonte, gran cantante del que aún escucho con placer sus calypsos, destacado activista por los derechos civiles en los 60, protagonista de la película que se basó en La nube púrpura de M. P. Shiel, de 1901, la primera novela de “único hombre en la Tierra”, y de Carmen Jones de Preminger; el muy simpático irlandés Colm Tóibín; la novelista histórica Hilary Mantel; la periodista Peggy Noonan. El acto se vio precedido de una espera interminable con “ensayo” (consistente en que recorriéramos un pasillo, subiéramos unos escalones y nos pusieran el collar metálico: absurdo ensayar eso), de un cocktail larguísimo y otro algo más breve y menos nutrido, porque muchas personas pasaron ya al salón de la cena que venía después de la ceremonia y que —no hace falta decirlo— también fue inacabable. Me prometí no volver a participar en nada de esta índole, y hasta hoy he cumplido. Nada tan tedioso como estas ocasiones, a lo Woody Allen, que entusiasman a la mayoría de mis colegas y que a mí me producen urticaria, por muy amable y encantador que sea todo el mundo.

Justamente por esta aversión mía, me asombró que estuvieran presentes muchos enmedallados de anteriores años, aguantando lo que ya no les tocaba. Entre los que recuerdo, por allí andaban los octogenarios Tom Wolfe, Gay Talese y Joyce Carol Oates. Como no los conocía personalmente ni ellos a mí ni de nombre, no hablé con ellos, pese a que Talese, de punta en blanco y con grandes energías, estuvo sentado a mi mesa: demasiado lejos para que cruzásemos palabra. A Joyce Carol Oates sí la saludé (y asusté) un instante, porque la vi menuda, frágil y evanescente como un vilano, y me admiró que a sus 78 siguiera escribiendo docenas de libros gordísimos, aunque mi favorito sea un corto ensayo, Del boxeo. Creo que eso fue lo que más la asustó —quizá ofendió, ojalá no— cuando se lo dije. Vi también a la agradable Zadie Smith con su turbante, bandana o como se llame lo que a menudo lleva en el pelo, y a Salman Rushdie, el único al que conocía de otra vez, levemente. Como todos —enmedallados de aquella jornada y de antaño— debíamos lucir el colgajo en todo momento, se sorprendió al ver el mío y me dijo quejoso: “La tuya es más grande…” Sonó raro, pero se refería a la medalla, que al parecer tenía nuevo diseño y tamaño. Con quienes más hablé fue con dos actores, cercanos en la cena: Ethan Hawke, que me instó a ver su película sobre Chet Baker, y el cordialísimo Chris Noth, famoso como “Mr Big” en Sexo en Nueva York y como policía en Ley y orden.

Más allá del aburrimiento infinito de estas celebraciones (lo siento, cada vez soy menos sociable), el ambiente que se respiraba era de tranquilidad y moderada alegría, y eso que al día siguiente, martes 8, había elecciones presidenciales. La velada había empezado a las 5 de la tarde y se prolongó hasta casi medianoche, sin que nadie mostrara nerviosismo ni prisa por largarse a casa (el que menos Talese, dispuesto a irse luego de farra). Todavía ese día 8 fue normal a todos los efectos, o bastante. Almorcé con Wendy Lesser, directora de una revista californiana que tiene la gentileza de recuperar viejos textos míos, y ella sí estaba en ascuas temiéndose lo peor; pero me pareció más aprensividad que verdadero miedo. A la noche, fui a casa de mi editor Sonny Mehta y su inteligente mujer Gita, y salimos a cenar con cuatro o cinco personas más, espíritu despreocupado y aun festivo. Pero poco a poco vimos que el restaurante se iba vaciando —con discreción, no en riada— y que los camareros estaban intranquilos y algo contrariados. Por fin uno, ante nuestras miradas interrogativas, nos comunicó que Trump había ganado en Florida y en algún otro Estado importante. En aquel momento, como durante la gala de la víspera, el Presidente era Barack Obama, y de hecho lo seguiría siendo hasta enero, fecha de la transmisión de poderes. En los ocho años de mandato de Bush Jr me prohibí visitar los Estados Unidos (como me tengo prohibidos, ay, cada día más países), y poco me imaginaba que me tocaría volver a jurarme no pisar su suelo, con aún mayor motivo. Tras los alarmantes “soplos” de los camareros, levantamos la mesa cruzando los dedos. Cada cual se fue a su hotel o a su casa a ver la televisión, sin perder del todo la esperanza pero con el ánimo muy encogido. El resultado definitivo se demoró mucho, y apenas pegué ojo en toda la noche. Mi hotel estaba al lado de la Trump Tower, cuartel general del candidato republicano (es un decir, republicano). Desde entonces han muerto el gran Belafonte, Tom Wolfe y el magnífico y legendario editor Sonny Mehta, porque, ya lo he dicho, han transcurrido casi cuatro años que parecen medio horrible siglo.

(Continuará). —eps

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