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Carta blanca
Columna
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Al gordito pedante

Me empujaste a hacer las paces con mi cuerpo y buscar mi barriga moral, los michelines en mi alma, la papada de mi voluntad y mi obesidad ética

Veinte kilos menos y 25 años más nos separan: yo soy lo que quedó de ti cuando adelgazaste, poco antes de cumplir los 30, y te escribo, como un fantasma del futuro, para enviarte mi novela Amor intempestivo y darte las gracias.

Tú eras el gordo de la clase, necesitabas que todos te quisieran. A toda costa: tenías que ser el más divertido, el que se marchaba el último cada noche, el que siempre tenía una opinión más interesante, el que encandilaba a todas las chicas. Por eso necesitabas ser escritor. Visto desde aquí, resultas patético. También eras el que lo había leído todo, el que pasaba horas cada día ante la máquina de escribir, el que a los 14 iba a la biblioteca Washington Irving, cerca de Quevedo, para leer en inglés a Scott Fitzgerald y, cómo no, By Natural Piety, de Wordsworth, que resuena mientras te escribo como a un antepasado: The Child is Father of the Man…

Gracias por tu dolor y por tanto trabajo: ambos me han convertido en el que soy y me han permitido escribir.

“Y si lo considero / fue tu dolor tan grande y tan sencillo”. Habías leído tantas veces esa égloga que Miguel Hernández dedicó a Garcilaso que aún la recuerdo. A través de ti, considero ahora los dolores, siempre grandes y sencillos, de los demás: la niña asustada, el niño sin amigos, el que ha sido humillado, la que siente vergüenza. De eso tratan mis novelas, las que tú no podías escribir todavía: de aprender a mirar ese dolor sencillo y grande de los otros. Sin el gran esfuerzo que hiciste entonces —siempre fuiste el gordito pedante— tampoco habría podido escribirlas yo después. No soy mejor que tú, sino obra tuya.

Tu inteligencia tenía más filo que la mía, eras muy brillante. Solías decir que todos estaban encantados de conocerse, pero muy defraudados cuando ya no podían ponerse unos pantalones que se les habían quedado pequeños. Nadie, explicabas en la barra del bar, ni siquiera las estrellas de cine, estaba jamás satisfecho con su cuerpo. Hasta las top model se quejaban de tener celulitis. En cambio todo el mundo se sentía a gusto consigo mismo, nadie se consideraba egoísta ni mezquino, la celulitis del alma no se la encontraban nunca. Te producía asombro que la gente se fijara en su más mínimo defecto físico pero estuviera ciega para su más grave culpa.

Así me empujaste a hacer las paces con mi cuerpo para intentar lo que tú, absorto como Rubén Darío en “un vasto dolor y cuidados pequeños”, no pudiste hacer: buscar mi barriga moral, los michelines en mi alma, la papada de mi voluntad y mi obesidad ética.

De esto trata también la novela que te envío, seguro de que te decepcionará: tú esperabas mucho más. También te agradezco tu ambición. Por insensata que fuera, me ha hecho feliz durante estos 25 años con 20 kilos menos.

P. S. Te alegrará saber que, a solas con la edad, estoy volviendo a engordar. —eps

Rafael Reig acaba de publicar la novela Amor intempestivo (Tusquets).

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