Querido Anthony
Desde entonces, no te soporto. Tú no solo te creías el sol: en tu mente eras la Vía Láctea, un abismo negro y dos supernovas
Probablemente no me recuerdes. De hecho, estoy seguro de que no me recuerdas. Casi mejor. Soy aquel periodista al que dijiste: “Esta es la pregunta más estúpida que me han hecho nunca”. No “una de las preguntas más estúpidas”, tampoco “la pregunta más estúpida del día”. No. “La pregunta más estúpida que me han hecho nunca”.
Como cuando uno discute con un vecino, la réplica me sobrevino horas más tarde, ya en mi hotel, en Venecia, mientras me autolesionaba: “Por favor, señor Hopkins, deme una oportunidad, puedo superarme. Puedo hacer una pregunta incluso más estúpida que esa. De verdad, soy capaz de superar cualquier umbral de estupidez soñado por el hombre. Déjeme intentarlo”. Pero no dije nada. Agaché la cabeza, aguanté el resto de tus desplantes y, cuando acabaste de atropellarme, recogí los bártulos y me fui a llorar a la llorería.
No sé si sabes que cuando te fuiste, tu publicista se acercó a mí para pedirme disculpas. “Discúlpalo, el señor Hopkins se siente gordo hoy”. Nunca entendí qué coño significaba eso: “El señor Hopkins se siente gordo hoy”. Quizás deberías hablarlo con él.
Pensé que habrías tenido un mal día, pero un año después nos encontramos de nuevo. Esta vez, respondías con monosílabos. Estoy seguro de que Hannibal Lecter se hubiera comido tu hígado con habas y un buen chianti si le hubieras contestado así. Tienes suerte de que yo no sea un caníbal, aunque confieso que valoré saltar la mesa y comerme tu lengua. Como hizo Hannibal con aquella enfermera. Como a ti, tampoco se me hubiera alterado el pulso.
Luego nos vimos dos veces más. En la primera, respirabas como Darth Vader cada vez que te hacía una pregunta. Una manera muy elegante de comunicarme con un sofisticado método no-verbal que no aprobabas mi entrevista; en la segunda, estabas sentado en la silla como si te hubieras caído del techo. Por suerte, no te rascaste la entrepierna con ninguna de mis preguntas y tampoco me rociaste con gasolina y me prendiste fuego. Debería sentirme afortunado, ¿verdad?
Desde entonces, no te soporto, Anthony.
Hasta que te conocí, pensaba que el actor más heliocéntrico del mundo era Ben Kingsley, pero tú no solo te creías el sol: en tu mente eras la Vía Láctea, un abismo negro y dos supernovas. Ben me hizo entrevistarle en un taburete mientras él se sentaba en un trono, pero más allá de sentirme como Louis de Funès en El abuelo congelado cuando se reúne con el ministro, la cosa fue bastante plácida.
Y a pesar de que he logrado mantener esa distancia feroz entre creador y obra, tengo que reconocer algo malvado, Tony (puedo llamarte Tony, ¿verdad?): cada vez que estrenas una mala película, y van unas cuantas, compro una botella de champán, la pongo en el congelador y te veo hacer el ridículo con una sonrisa en los labios. Es mi pequeña, mísera venganza. Sentarme en el sofá, con mi perro Groucho a mis pies, y gritarle a la tele. “¡¿Qué, quién es el estúpido ahora, Hopkins, quién?!”.
Toni Garcia es autor de Mata a tus ídolos (Catedral Books).
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