Neiman Marcus cierra y no (solo) es culpa de la pandemia: cómo la compra de calidad fue sustituida por el ‘e-commerce’
El 'low cost' se tragó la cultura de la compra y la de nuestras calles, despojadas de teatros, cines, pequeños comercios y ahora también de estos 'Titanic' del lujo
Primero fue Barneys New York, en bancarrota desde el pasado verano, y esta primavera, con el tiro de gracia de la pandemia, Neiman Marcus. Los grandes almacenes que parecían sólidos y robustos como centenarios árboles caen al ritmo de las fichas de dominó en la mesa de un bar de jubilados. Casi me da vergüenza lamentarlo: solo eran templos del consumo. Pero lo cierto es que lo lamento, estos grandes minoristas albergaban un ideal de compra añejo pero capaz de darle la vuelta al día más sombrío.
No soy muy original, el síndrome de Holly Golightly, el personaje de la novela de Truman Capote Desayuno con diamantes, convirtió en un cliché buscar bajo los mármoles del lujo, en su caso los de la joyería Tiffanys, un antídoto para los días “rojos”, en la jerga del escritor. Aunque no todos lo compartan, el ritual de encerrarse a dar vueltas como una peonza en un gran almacén es como el de ir al bingo a “escribir y pensar”, excusa que he escuchado más de una vez a las puertas del Canoe mientras intentaba disimular mi ataque de risa.
Daba igual comprar o no, te atendían con la misma amabilidad que a la que se gastaba miles de dólares
Lo mío nunca fue cantar línea, pero siempre que he viajado a EE UU he procurado darme una vuelta por Barneys o Neiman Marcus, confiando en el prestigio y buen criterio de su selección de ropa y perfumería. En una ciudad como Los Ángeles era, además, una actividad de lo más recomendable para observar a determinado tipo de lugareña adinerada, con esa mueca entre concentrada y aburrida que requiere pasearse con clase entre mostradores y percheros. En Wilshire Boulevard, muy cerca del que fue estudio y despacho de Billy Wilder, estaba Barneys, en cuyos probadores coincidí una vez con la actriz Geena Davis, simpática y sonriente desde la atalaya de su metro ochenta de altura. Pero mi rincón favorito estaba unos metros después, en el maravilloso edificio de los ochenta de Neiman Marcus. Una mole cuadrada, blanca y siempre impoluta que, como casi todo en esa ciudad, responde a otro ritmo de vida.
Lo mejor de aquel Neiman Marcus era su cafetería-restaurante. Siempre estaba concurrida, en su mayoría por mujeres fascinantes y que poco tenían que ver con las que encontrabas en otras zonas de la ciudad. Yo me sentaba en una mesita con el periódico y echaba la tarde mirando y escuchando. La mayoría eran cacatúas emperifolladas y con la piel estirada como un tambor pero por alguna razón aquel sitio atraía también a muchas estrellas de medio pelo de la televisión que me sonaban o que directamente reconocía, como la ex Ángel de Charlie Jaclyn Smith. Merendé una vez a su lado y me dio un poco de miedo comprobar que seguía casi igual que en los setenta.
Daba igual comprar o no, te atendían con la misma amabilidad que a la que se estaba gastando miles de dólares. Dar la chapa a la paciente dependienta de turno siempre fue terapia gratuita. Pero la pandemia no tiene la culpa de todo. Hace tiempo que la mayoría sustituyó el ritual de la compra lenta y de calidad por la compulsiva y bulímica y el e-commerce. El low cost (ese eufemismo para referirse a Zara y sus acólitos) se tragó la cultura de la compra y la de nuestras calles, despojadas de teatros, cines, pequeños comercios y ahora también de los Titanic del lujo.
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