Cuando fuimos ángeles
El primer carné que tuve en mi vida fue el de ángel de Charlie. Estaba plastificado, llevaba mi fotografía y mecanografiados mi nombre y (secreta) ocupación. Lo sacaba sólo los fines de semana, los únicos días en los que podía emplearme a fondo en los casos que tenía que resolver. Generalmente actuaba por mi cuenta, aunque no siempre. Me había pasado la infancia cumpliendo misiones en solitario con la única compañía de mi perro Groucho, así que formar en el colegio un pequeño equipo de ángeles resultó muy estimulante. Básicamente, se trataba de resolver misterios, pero en lugar de llevar pipa como Sherlock Holmes lo hacíamos con la boca pintada. Aún teníamos los pies pequeños para correr con tacones, pero en nuestra imaginación no faltaron.
Recuerdo pasar horas en el tejado de la casa de campo de mi amiga Rocío, al acecho de algún asesino, mientras otra amiga, Marianne, perseguía a otros sospechosos en la piscina y el jardín. Aunque nos turnábamos los personajes, el reparto estaba fijado más o menos así: Rocío era Kelly (Jaclyn Smith); Marianne, Sabrina (Kate Jackson) y yo, primero Jill (Farrah Fawcett) y, cuando esta lo dejó, Kris (Cheryl Ladd, mi favorita). La emisión de Los ángeles de Charlie tuvo un gran impacto en las chicas de mi generación y en mi caso se tradujo en dejar definitivamente de lado las aventuras de Los Cinco de Enid Blyton. La candorosa pandilla ya nunca más abandonaría la campiña inglesa para explorar a mi lado la árida meseta castellana, tocaba el turno de emular a unas mujeres que a golpe de melena y pistola eran sencillamente sublimes.
En un mundo como el actual, que potencia hasta el esperpento nuestra feminidad, donde hasta las niñas de tres años van con las uñas pintadas, resulta marciano un hábitat familiar donde lo normal era jugar a los indios y vaqueros o al Lego
La serie se estrenó en Estados Unidos en 1976, hace justo ahora 40 años. Dos años después se emitió en nuestro país. La edición española de Harper’s Bazaar recuperaba en su número de septiembre el aniversario y de paso recogía el análisis del fenómeno desde la crítica feminista y la posterior revisión posfeminista; concretamente apuntaba cómo, frente a los habituales ataques al soterrado machismo del programa, algunas voces defienden el cuadro que presentaba y que visto con distancia era bastante menos sexista de lo que aparentaba: un grupo de mujeres trabajadoras y audaces que logran sus objetivos apoyándose las unas en las otras. Sinceramente, no suena tan mal.
Para las que tuvimos una educación que excluía juguetes como la Barbie, que crecimos con Pipi Calzaslargas como único salvoconducto para ver la televisión y que jamás nos compraron un disfraz de princesa (en mi caso, gasté los de arlequín y niña rusa) los ángeles de Charlie nos permitían ser femeninas y cursis sin sentirnos culpables. En un mundo como el actual, que potencia hasta el esperpento nuestra feminidad, donde hasta las niñas de tres años van con las uñas pintadas, resulta marciano un hábitat familiar donde lo normal era jugar a los indios y vaqueros, al Lego o al Exin Castillos.
Mi padre nunca vio con buenos ojos mi afición por la serie. Para él, que acostumbraba a llevarme al cine hasta cuatro veces cada fin de semana, aquel subproducto sólo embrutecía mi mirada. No se lo discuto: vista hoy, no tiene un pase y desde luego si tengo que quedarme con una pistolera de falda de tubo, la mía –como también la suya– es Gloria, el personaje que John Cassavetes le regaló a su mujer, Gena Rowlands, y que también vi –quizá precozmente– de su mano y en esos mismos años. Gloria me provocó un impacto muy distinto, sin duda más intenso, oscuro y doloroso. Tengo un recuerdo nítido del desasosiego que me imprimió. En realidad es absurdo intentar siquiera compararlas. Sólo quería decir que en toda mi vida he tenido carné de conducir, de identidad, de El Corte Inglés y hasta de periodista. Pero que mi favorito, lo siento papá, sigue siendo el de Charlie.
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