El gran dilema
Atinar con ese equilibrio entre libertad y seguridad es quizá la tarea decisiva que tenemos por delante. No será fácil
Es tal vez el dilema crucial de este momento crucial: libertad o seguridad. Para los defensores de la seguridad a rajatabla, todo está justificado con tal de salvar vidas en la presente pandemia, y en las que pueden seguirla: es preciso instaurar una sociedad controlada e hipervigilada, en la cual se nos podrá seguir la pista al milímetro gracias a aplicaciones de teléfonos móviles que funcionarán como pasaportes y cámaras instaladas en nuestros domicilios; así, se nos dice, protegeremos miles de vidas y millones de puestos de trabajo, preservando la salud y la prosperidad de nuestras sociedades. En cambio, para los defensores a rajatabla de la libertad, ésta no debe restringirse por ningún motivo: según ellos, la libertad es un valor supremo y no puede cambiarse por la salud ni por el bienestar económico ni por nada, sobre todo ahora que los Estados aprovechan la emergencia sanitaria como excusa para culminar la imposición de lo que Giorgio Agamben llama “el estado de excepción perpetuo”. Entre los apóstoles de la seguridad absoluta se encuentran, más o menos públicamente, algunos autócratas y aspirantes a autócratas, y, más o menos secretamente, muchos conciudadanos atemorizados; entre los apóstoles de la absoluta libertad figura un elenco variopinto: desde filósofos como Agamben hasta los seguidores armados de Trump que el 30 de abril invadieron el Capitolio de Míchigan para protestar por las medidas de confinamiento impuestas por la gobernadora de ese Estado.
Es evidente que ambos tienen parte de razón; también, que ninguno la tiene del todo. Isaiah Berlin postuló hace años la existencia de verdades contradictorias, de fines o valores inconciliables. Según el pensador británico, existen, tanto en la vida individual como colectiva, valores estimables, dignos de ser deseados, pero incompatibles entre sí; la libertad y la igualdad, digamos: ambos son ideales valiosos, aunque no siempre fáciles de compaginar, porque la total libertad de los poderosos y los dotados choca con el derecho a una vida buena de los débiles y los menos dotados. Cuanta más libertad, por tanto, menos igualdad; cuanta más igualdad, menos libertad. La existencia está plagada de este tipo de dilemas; el que al parecer obliga a elegir entre libertad y seguridad lo estamos experimentando ahora de forma dramática. A principios de abril, cuando en España moría más gente al día que en la Guerra Civil, yo hubiera podido montar con mis amigotes un botellón fabuloso en la plaza de Cataluña de Barcelona; de ese modo hubiera ejercido mi libertad a fondo, pero hubiese puesto en peligro la vida de mucha gente. A la inversa: en aquel momento terrible el Gobierno hubiera podido decidir, asustado, confinarnos a todos hasta que se encuentre una vacuna (un año, dicen, año y medio); esto hubiera atajado en seco la propagación del virus y blindado nuestra salud, pero también hubiera pulverizado nuestra libertad y nuestra economía. Es así: a veces, determinados bienes supremos —la libertad y la salud entre ellos— no pueden convivir juntos con plenitud; a veces existen fines valiosos pero irreconciliables, propósitos magníficos pero antagónicos, que parecen condenarnos a escoger entre ellos: cuanta más libertad, menos seguridad; cuanta más seguridad, menos libertad.
¿Cuál es entonces la solución al dilema? La solución es que no hay solución, no al menos una solución absoluta, última y definitiva, porque la idea misma de un mundo perfecto en el que todos los bienes coexisten en armonía no es sólo impracticable, sino incoherente. La solución es hallar un equilibrio de valores: dado que lo bueno llevado al extremo suele convertirse en malo — dado que los valores se anulan a menudo entre sí—, se trata de encontrar la forma de conseguir la máxima libertad compatible con la máxima seguridad. Atinar con ese equilibrio, que nos permita mantener o ampliar las libertades democráticas sin perder seguridad, es quizá la tarea decisiva que tenemos por delante. No será fácil. Pero nadie ha dicho que vivir sea fácil, salvo con los ojos cerrados, como en la canción de los Beatles; en cuanto los abres, empiezan las complicaciones.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.