Giorgio Agamben: “El ciudadano es para el Estado un terrorista virtual”
El filósofo denuncia que el estado de excepción se ha transformado en “un instrumento normal de gobierno” con la excusa de la seguridad frente al terrorismo, quebrando la legitimidad del poder
Si hay un filósofo característico del presente es Giorgio Agamben. Nació en Roma en 1942, pero su obra globalizada no puede desligarse de sus actividades en Francia, Inglaterra y Alemania, entre otros países en los que ha trabajado. Es fácil detectar en ella la influencia de Martin Heidegger, Walter Benjamin y Michel Foucault, pero también las de Kafka y el situacionista Guy Debord. Agamben llegó a la Universidad para estudiar Derecho, pero se inclinó por la Filosofía tras asistir entre 1966 y 1968 a unos seminarios con Martin Heidegger. Fue el mismo periodo, recuerda, en el que descubrió a Benjamin: “Dos autores muy diferentes. Uno fue el contraveneno del otro”.
Su obra, que nunca pierde de vista la relación del hombre con el lenguaje, no se agota en la filosofía entendida como disciplina, sino que se extiende por todos los ámbitos del saber: de la literatura a las artes plásticas, de la filología a la antropología, pasando por la teología y, por supuesto, por la política. Citar a sus amigos es otra forma de señalar sus fuentes. Entre las personas con quienes ha mantenido estrecha relación hay filósofos: Gilles Deleuze, Jacques Derrida, Jean-François Lyotard, Pierre Klossowski; pero también cineastas como Pier Paolo Pasolini, o escritores: Elsa Morante, Ingeborg Bachmann, Italo Calvino. Enseña Filosofía en Venecia y ha dirigido la edición italiana de las obras de Benjamin.
“La filosofía moderna ha fracasado en su tarea política porque ha traicionado su tarea poética”
Habla un español fluido, herencia de su amistad con el poeta José Bergamín, a quien, tras su regreso a España, visitaba casi cada año. Luego ha seguido regresando al país, según confesaba él mismo en una larga conversación mantenida con ocasión del curso titulado Arqueología de la política que impartió en la Cátedra Ferrater Mora, en la Universitat de Girona. Sus obras están siendo traducidas de forma sistemática al castellano. Este mismo año han aparecido dos volúmenes: El fuego y el relato (Sexto Piso) e Idea de la prosa (reeditado por Adriana Hidalgo). En el primero hay un momento en el que retoma a Deleuze porque siempre cabe, confiesa, seguir desarrollando lo que no está agotado “en la obra de los autores que amo”, es decir, “examinar aquello que no quedó dicho”. Percibe en no pocos autores esta concepción de la obra nunca acabada. Por ejemplo, en Giacometti, para quien “un cuadro nunca se termina, simplemente se lo abandona”. El interés de Agamben por las artes plásticas puede apreciarse en uno de sus últimos títulos, La muchacha indecible. Mito y misterio de Kore (Sexto Piso), libro en el que su texto forma parte indisociable de las ilustraciones de Monica Ferrando. También en sus textos más filosóficos se entrecruzan otros discursos. En una de sus obras más leídas, Homo sacer (Pre-Textos), parte de Hannah Arendt y Foucault, pero no olvida lo que aporta Kafka para definir la situación del hombre contemporáneo. “La literatura y la poesía fueron siempre muy importantes para mí. No creo que se puedan separar de la filosofía. No son campos incomunicados. Yo diría que son dos intensidades que atraviesan el campo del lenguaje humano”, opina.
En realidad, serían actividades destinadas a cruzarse. “Aquello que la poesía acomete con la potencia de decir, la política y la filosofía deben acometerlo con la potencia de actuar”, sostiene en El fuego y el relato. Ya en Hölderlin la poesía “marca el punto en el que el poeta, que vive como una catástrofe la ausencia del pueblo —y de Dios—, busca refugio en la filosofía, debe hacerse filósofo”. Pero “la filosofía moderna ha fracasado en su tarea política porque ha traicionado su tarea poética, no ha querido o no ha sabido arriesgarse en la poesía”. Lo intentó Heidegger aunque “no logró volverse un poeta”. Un poeta que viaja en un caballo que es la voz, “el elemento sonoro y vocal del lenguaje”, a la que sólo el “logos vuelve inteligible y clara”.
“La filología es clave”, explica, “no se puede separar el amor por el lenguaje (filología) del amor por la sabiduría (la filosofía). Un filósofo es siempre un filólogo. Y si éste intensifica su campo de trabajo tiene que volverse filósofo, como ocurrió con Nietzsche. La filología no es sólo una doctrina que se imparte en las universidades. Está relacionada con el propio devenir del hombre. Es como una memoria de la antropogénesis, de lo que hay de humano y de inhumano en el hombre”. Y en Idea de la prosa remacha: “Creyendo transmitir la lengua, los hombres, en verdad, se dan voz unos a otros”.
Para describirlo, Agamben se apoya en Aristóteles: “El hombre es un ser viviente que accede a su naturaleza de hablante sólo a través del lenguaje. Tiene que acceder a su propia naturaleza a través de algo histórico como el lenguaje. Por eso se encuentra como dividido entre naturaleza e historia”. Y anota: “Siempre tengo presente esa definición de Aristóteles y también de Nietzsche: para el hombre, ser, existir, quiere decir vivir. La vida no es un problema más, es el problema del pensamiento. Mis trabajos en política buscan desplazar el enfoque y mostrar que la política tiene que ser un elemento que incluya la vida, como el derecho y la soberanía tienen que incluir al ser viviente”.
“Ocurre en muchos Estados, hay legalidad porque se cumplen las leyes, pero no hay legitimidad”
Homo sacer, una de sus obras más difundidas junto a Profanaciones (Anagrama), prosigue los trabajos sobre biopolítica de los últimos textos de Foucault: la vida como objeto político. “No creo que en filosofía se pueda distinguir, como se hace en la Universidad, entre filosofía de la política, de la moral, del lenguaje. La filosofía es única. La filosofía es siempre política”.
Y hay un aspecto de la historia reciente que acaba mostrándose como el paradigma de la sociedad moderna: los campos de concentración, un espacio donde la ley queda suspendida, un perpetuo estado de excepción donde, dice con Hannah Arendt, “todo es posible”. El hombre recluido en ellos es marginado de la sociedad por el propio Estado: es el homo sacer, sagrado. No puede ser sacrificado, pero su muerte no constituye homicidio y puede ser asesinado impunemente.
“El estado de excepción era un dispositivo provisional para situaciones de peligro. Hoy se ha convertido en un instrumento normal de gobierno. Con la excusa de la seguridad frente al terrorismo, se ha generalizado. La excepción, por eso se llamaba estado de excepción, es norma. El terrorismo es inseparable del Estado porque define el sistema de gobierno. Sin el terrorismo, el sistema actual de gobierno no podría funcionar. Hay dispositivos como el control de las huellas digitales, o que te escaneen en los aeropuertos, que se implantaron para controlar a los criminales y ahora se aplican a todos. Desde la perspectiva del Estado, el ciudadano se ha convertido en un terrorista virtual. De lo contrario, no se explica el cúmulo de cámaras que nos vigilan en todas partes. Somos tratados como criminales virtuales. El ciudadano es un sospechoso, numerado, como en Auschwitz, donde cada deportado tenía su número”. Y lo más grave: “Después de Auschwitz, el presente”. Con algo a no perder de vista: el estado de excepción de los campos es el mismo que impera en los que se organizan para los refugiados.
Todo esto conlleva una quiebra de la legitimidad del poder. “Se da en muchos Estados: hay legalidad, porque se cumplen las leyes, pero no hay legitimidad. Como consecuencia los ciudadanos confían menos en las urnas y crece la abstención. En Italia, en las últimas elecciones, la participación fue casi tan baja como en Estados Unidos: una abstención del 40%. Un fenómeno que no se había producido antes y que está relacionado con que la gente se ha dado cuenta de que los Gobiernos no son verdaderamente legítimos. Legales, sí; pero no legítimos”.
Desde esta perspectiva, Agamben se plantea la relación entre ética y política. “La ética moderna, desde Kant, se constituye como una ética del deber, dominada por el imperativo. He intentado criticar la ética del deber y sustituirla por una doctrina, procedente del mundo clásico, que valore la idea de felicidad, la vida buena. En un sentido político. El deber es una idea de origen cristiano. El hombre es un ser en deuda. Eso significa deber: estar en deuda”.
La idea del deber no sólo regula la ética kantiana, también se extiende al mundo de la economía. “La economía de hoy está basada en la idea de la fe y del deber, del crédito y del débito. Son dos conceptos que provienen del mundo de la fe. ‘Fe’, en griego se llama ‘pistis’. Hay una anécdota muy bonita. Un historiador de la religión, profesor en Jerusalén, estaba trabajando sobre el concepto de fe (‘pistis’). Pretendía entender qué es. Un día estaba en Atenas, levantó los ojos y vio escrita las palabras: ‘Banco de pisteos’. Banco de la Fe, leyó, pero en realidad lo que ponía era Banco de Crédito. Fue su iluminación: fe significa crédito. Es el crédito que se otorga a la palabra de Dios. Y, para nosotros, es el débito hacia Dios. Es muy esclarecedor: la economía y la ética están basadas en los mismos conceptos: débito y crédito. Porque ¿qué es el dinero sino un crédito? Sobre todo después de que Richard Nixon separara el dólar del patrón oro. Lo que queda en los billetes es un puro crédito sin contenido. Tenemos crédito en un débito que no está garantizado por nada”.
“La sociedad ya no cree en el progreso, pero la economía funciona con ese principio: la producción debe siempre crecer”
Agamben ha trabajado insistentemente la visión del tiempo histórico: “Mi concepción de la historia, como la de Heidegger o Foucault, es discontinua. Tiene que serlo. La imagen de un tiempo continuo no se sabe dónde va a parar. La antigüedad vio el tiempo como un círculo. El cristianismo, como una línea. A mí me gusta la interrupción. El momento de la libertad de acción”. Es ésta una de las vías que le ha llevado a interesarse en la teología. “He trabajado mucho, sobre todo en los últimos años, en la teología cristiana porque nuestra civilización está impregnada de cristianismo. Cuando se produce la secularización en la modernidad, se olvida que las categorías del pensamiento venían dadas. Seguimos utilizando conceptos teológicos sin saberlo. Una de esas ideas es la de progreso. Cuando se seculariza y se pierde la idea de que hay un fin, el progreso se convierte en infinito, pero la idea procede de la concepción lineal del tiempo cristiano, una línea que lleva a la salvación. El Partido Comunista de Italia, cuando cambió de nombre pasó a llamarse Partido Progresista de la Izquierda. Luego abandonó ese nombre. Nuestra sociedad ya no cree en el progreso, pero la economía funciona con ese principio. La idea es que la producción tiene que crecer constantemente”.
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