Malaui, uno de los países más pobres del mundo, frente al coronavirus
Relato de un cirujano pediátrico y una profesional de la salud sobre cómo un país diminuto sin salida al mar y apenas recursos, pero que presume de que su población es su riqueza, enfrenta la covid-19
Malaui, un país diminuto sin salida al mar y apenas recursos minerales o productos básicos, pero que presume de que su población es su riqueza, ha sido uno de los últimos en confirmar la presencia de casos de coronavirus. Mientras que el mundo ha cerrado sus puertas desde febrero, en Malaui hemos vivido como si estuviésemos viendo acercarse una nube de tormenta sabiendo que iba a descargar, pero con la incertidumbre de cuándo lo haría y cuál sería la intensidad del impacto.
Las cosas pueden cambiar rápidamente, como mostró hace poco la llegada a un hospital de un posible paciente de coronavirus. Según algunos, al parecer, los sanitarios abandonaron sus puestos y huyeron. No les faltaban motivos: sin formación para atender casos urgentes, están mal preparados y no disponen ni del más elemental equipo de protección individual. Si queremos que el personal de nuestros hospitales actúe con profesionalidad, estamos obligados a proporcionarles, como mínimo, la formación, el equipo y los protocolos apropiados.
Malaui es uno de los países más pobres del mundo. Solo tiene cuatro hospitales de referencia para atender a una población de alrededor de 18 millones de habitantes. Su sistema sanitario a duras penas da abasto en condiciones normales. La generalización del uso de antirretrovirales (ARV) en los últimos 20 años ha sido uno de los éxitos del siglo, pero no cambia el hecho de que, en las áreas urbanas, las tasas de infección siguen siendo altas. En consecuencia, la tuberculosis representa un grave problema, y al igual que en los demás países africanos, las enfermedades no contagiosas como la hipertensión y la diabetes siguen aumentando. Todas ellas son comorbilidades que cuentan en la pandemia.
La gente vive apiñada y la socialización en torno al ajetreo de los días de mercado está profundamente arraigada y forma parte de la vida cotidiana. El confinamiento no sería factible ni aconsejable
En cuanto a las camas de cuidados intensivos se pueden contar con los dedos de la mano y no sirven de nada sin intensivistas con formación ni el apoyo de personal de enfermería especializado. En Malaui empezamos a formar médicos hace 30 años, pero conseguir que se queden en el país es un reto pendiente.
La situación en la India ha demostrado que las respuestas a la covid no se pueden implementar sin haberlas adecuado previamente. El conocimiento de nuestra cultura ha redundado en beneficio de un plan adaptado con inteligencia que el Gobierno hizo público recientemente. Los colegios y las universidades cerraron hace varias semanas, se ha propuesto que el trabajo de oficina se realice por turnos para descongestionar, se ha insistido en las medidas higiénicas y se han prohibido las reuniones multitudinarias. A través de la radio local y de mensajes de texto se ha informado detalladamente a la población, que se muestra encantada de colaborar lavándose las manos, si bien dado que los casos de covid-19 siguen siendo pocos y aislados, se suele prescindir del distanciamiento físico y el uso de mascarillas.
En Malaui, la sociedad es predominantemente rural y está apegada a sus creencias tradicionales. En consecuencia, sus percepciones están impregnadas de una mezcla de miedo y fatalismo. La gente vive apiñada en casas pequeñas, y la socialización en torno al ajetreo de los días de mercado está profundamente arraigada y forma parte del núcleo de la vida cotidiana. El confinamiento no sería factible ni aconsejable.
Al desarrollar su actividad en un sector en buena medida informal, gran parte de la población rural del país vive al margen de la economía monetaria. En los pueblos y las ciudades, incontables personas luchan para obtener por algún medio los ingresos necesarios para sobrevivir un día más. Desde mendigos hasta vigilantes de coches, pasando por vendedores callejeros, portadores de cestas, artesanos, sastres, relojeros, hojalateros o zapateros, la lista es interminable. Mientras que la población de clase media que tiene coche y un salario puede quedarse en casa, esta plétora al otro extremo de la sociedad malauí va a sufrir ya, hoy mismo. Desde una perspectiva más positiva, la cosecha de maíz —el alimento básico del país— de este año parece que ha sido buena, y se acaba de recolectar. Esto contribuirá en cierta medida a aliviar las penurias, y la población del campo tendrá como mínimo alimento suficiente, al menos de momento.
No obstante, mientras redactábamos este artículo el Gobierno cambió de opinión y anunció un parón de la actividad durante tres semanas a excepción de los sectores esenciales. Una multitud abarrotó las oficinas del Centro Cívico y el Comisionado de Distrito para solicitar que les aplicasen la excepción a ellos mismos, a sus negocios o a sus trabajadores. Aunque el portero rogaba de vez en cuando que mantuviesen dos metros de distancia, la gente empujaba y se agolpaba para entrar. Evidentemente, la esencia del mensaje se perdía.
Las camas de cuidados intensivos, se pueden contar con los dedos de la mano, y no sirven de nada sin intensivistas con formación ni el apoyo de personal de enfermería especializado
En los barrios pobres, el descontento se ha manifestado con la quema de neumáticos, y en la ciudad de Mzuzu, al norte del país, los manifestantes provocaron disturbios en contra del confinamiento. En enero, el Tribunal Constitucional dictó que las fallidas elecciones del año pasado se debían volver a celebrar en el plazo de 150 días. Debido a la covid-19 y al cierre, probablemente no tendrán lugar, y la población malauí desconfía de los motivos.
A raíz de la alerta de los años anteriores por la amenaza del ébola, en los aeropuertos del país ya hay sistemas preparados que volvieron a realizar rápidamente tomas de temperatura. Se levantaron tiendas para aislar a los sospechosos de contagio, aunque como hasta hace poco no se disponía de instalaciones para hacer pruebas, su utilidad era, en el mejor de los casos, limitada. De la noche a la mañana, gracias a un sistema de cubos y jabón, fue posible lavarse las manos en los puestos fronterizos y, de hecho, en numerosos puntos de las ciudades situados a la entrada de los comercios, los bancos y las empresas.
Fuentes del sector sanitario han reconocido, sabiamente, que los respiradores y las camas de cuidados intensivos no van a ser una opción en un país tan escaso de recursos como Malaui. En su lugar, los esfuerzos coordinados se han focalizado en preparar el suministro de oxígeno concentrado, más fácil de conseguir y administrar, y de no poca ayuda para un paciente con dificultades respiratorias. En Blantyre, donde la población es más densa, las donaciones de fondos se están utilizando para comprar desde mascarillas hasta equipos de protección individual (EPI) completos. Mientras tanto, el concurrido hospital central intenta reducir el incesante flujo de visitantes que cruza sus puertas. La tarea no es fácil, ya que es imprescindible tener un acompañante que cocine y cuide a las personas que ingresan en el centro. En algunos departamentos, los hospitales han adaptado los horarios para que las visitas vean a los pacientes a medida que llegan, evitando así las aglomeraciones de personas esperando juntas.
En nuestra condición de médicos, creemos que hay que mantener un delicado equilibrio entre proteger al personal, evitar el miedo desmedido y mantener la atención sanitaria para el resto de la población enferma o herida. Hace poco, las enfermeras del Hospital Central Reina Isabel de Bantyre se declararon en huelga, y los médicos internos y residentes las secundaron de inmediato. Su descontento se debía a la falta de EPI y a la ausencia total de formación, Además, pedían algo fundamental para ellos: un aumento de la "prestación por riesgo". Poco a poco se ha ido dando respuesta a sus quejas, pero no está claro que cuestiones subyacentes como la falta de confianza en los políticos y el miedo al virus se hayan resuelto de manera satisfactoria.
No obstante, también hay que reconocer que, dado que la mitad de la población del país tiene menos de 15 años, la demografía nos favorece. Varios estudios indican que los antirretrovirales ofrecen cierta protección contra los efectos del virus. Además, con una población fuerte y en forma, que vive sobre todo al aire libre y está acostumbrada al trabajo físico y a caminar varios kilómetros cada día, es posible que estemos mejor preparados que la mayoría para hacer frente a esta embestida.
Eric Borgstein es cirujano pediátrico y educador. Lleva trabajando más de 20 años en Malaui, reforzando la capacidad quirúrgica local mediante la enseñanza y la formación. Actualmente es catedrático de la Facultad de Medicina de la Universidad de Malaui y asesor de cirugía pediátrica en el Hospital Central Reina Isabel.
Sophie Barrowcliff Borgstein compagina su doble faceta de sanadora y autora, escribe sobre permacultura y acupuntura tradicional.
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