El dilema mortal de África
La respuesta basada en el aislamiento social contradice todas las recomendaciones a seguir en el caso de enfermedades que necesitan atención médica inmediata o estrategias amplias de prevención como las inmunizaciones rutinarias
Un amigo médico, acostumbrado a desenvolverse en el contexto sanitario africano, me expresaba hace unos días su pesimismo con respecto al impacto de la covid-19 en el continente. Curiosamente, su preocupación no estaba tan relacionada con las consecuencias directas de esta enfermedad, sino con los daños que el confinamiento y la crisis económica infligirían al resto de las prioridades de salud. Él y otros muchos tienen aún fresca la experiencia del ébola en África occidental (2014-2016), que provocó la muerte directa de 11.000 personas… y un agujero fiscal de 53.000 millones de dólares. “No puedo decir esto públicamente, pero a veces pienso que la mejor estrategia que podrían seguir los africanos es ignorar la covid-19 y asegurarse de no relajar el control de otras enfermedades”, me decía.
Para los indicadores de salud de los países pobres, la covid-19 puede tener el efecto de una bomba de racimo. La respuesta basada en el aislamiento social contradice todas las recomendaciones a seguir en el caso de enfermedades que necesitan atención médica inmediata o estrategias amplias de prevención como las inmunizaciones rutinarias. Los 211.000 fallecidos hasta ahora en todo el mundo como consecuencia directa de la pandemia son solo una cuarta parte de los niños menores de cinco que murieron el año pasado a causa de neumonías infantiles perfectamente prevenibles y tratables. La interrupción de los programas de vacunación o el alejamiento de las familias de los centros de salud podrían suponer un salto atrás de dos décadas.
En el caso de la malaria, la situación no es mucho mejor. Como recordaba la Organización Mundial de la Salud la semana pasada en una alarmante nota de prensa, las interrupciones parciales o totales en el acceso a las herramientas básicas de control en África subsahariana podrían llegar a disparar las muertes por malaria a las 769.000 personas en 2020, la mayoría niños pequeños. En 2018 fueron 405.000.
The time to act is now: it is crucial for countries in sub-Saharan Africa to act fast to strengthen #malaria prevention and treatment tools to prevent an increase of malaria deaths during #COVID19 #EndMalaria#WorldMalariaDay https://t.co/ckpl8KjcLt
— Pedro L. Alonso (@PAlonsoMalaria) April 23, 2020
Como muestra el gráfico adjunto, los gobiernos de los países de bajos ingresos financian solo uno de cada cinco euros de su factura sanitaria. De modo que dependen de manera abrumadora de la ayuda internacional (alrededor del 30%) y, sobre todo, del bolsillo de los propios pacientes. Consideren estas cifras en el contexto del huracán económico al que se enfrentan las economías del mundo entero, que ya está barriendo la capacidad fiscal de los Estados y los ingresos diarios de las familias.
Para África, la alternativa a morir de coronavirus es morir de hambre o malaria. Ni ellos ni otras regiones pobres deberían verse obligados a elegir entre dos opciones criminales. Pero eso solo depende de la voluntad de la comunidad internacional para no dejarles caer. Las organizaciones multilaterales y las agencias donantes han comenzado a reaccionar ante la crisis con nuevos instrumentos y mayor flexibilidad en la utilización de sus fondos, incluyendo programas urgentes (aunque muy insuficientes) de alivio de la deuda. Estas y otras respuestas de emergencia son imprescindibles para hacer frente de manera coordinada a la crisis humanitaria derivada de la epidemia.
La clave está en lo que ocurra después. Del mismo modo que los países más desarrollados están haciendo esfuerzos sin precedentes para que el fin de la pandemia no se lleve por delante el bienestar de sus sociedades, las regiones en desarrollo precisan su propio Plan Marshall: refuerzo de los sistemas de salud y protección a través de ayuda al desarrollo, acceso garantizado a los fármacos y vacunas que precise la covid-19, condiciones justas para sus exportaciones y mecanismos duraderos para el alivio de los países altamente endeudados. Es casi un programa vintage que nos devuelve a la agenda del desarrollo de hace treinta años. Pero un programa imprescindible si no queremos que esta epidemia nos arrastre a una depresión económica duradera y a la amenaza sanitaria constante.
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