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carta blanca
Columna
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A un amigo vasco

La tragedia nos ofrece como espectadores la posibilidad de mirarnos al espejo y preguntarnos: ¿qué está torcido dentro de mí?

Querido J: nada explica mejor lo que habéis vivido en Euskadi que las leyes de la tragedia griega: “Hombres atrapados y destruidos por el destino ciego, implacable, imprevisto. Las obras clásicas de la tragedia griega tratan sobre temas sociales, sobre el sistema de leyes morales y tabúes que rigen la relación familiar y social, y cuya violación es castigada. El tabú, la violación, el castigo constituyen la ley moral sobre la que está construida la tragedia. Esta ley no convierte al individuo en indefenso o irresponsable, sino que enfatiza su responsabilidad, obligándolo a enfrentar las consecuencias de sus propios actos”, escribió John Howard Lawson en Theory And Technique Of Playwriting And Screenwriting.

El castigo, en el lenguaje dramático, no tiene nada que ver con la justicia, ni con la religión, ni con la ideología. No entiende de identidad nacional, ni de represión franquista, ni de lucha antifranquista. Tiene que ver con las leyes de la dramaturgia, que solo entiende de angustias y de sueños, de sangre y de terror humanos. La tragedia solo habla el lenguaje de la compasión. En ese sentido es pacifista, porque es liberadora, busca la catarsis, la purificación de quien la ve. Cuando te enfrentas como espectador a una tragedia, sin dejarte llevar por prejuicios, cuando te acercas a ella como sé que te acercas a mirarte en tu espejo de actor, entonces, quizás, ocurre el milagro de la sanación.

La tragedia griega —o española, o vasca— no es reaccionaria ni revolucionaria, no es de izquierdas ni de derechas. Como tampoco lo son las angustias ni los sueños, ni tu mar Cantábrico, ni tus pimientos de piquillo. Es una representación en la que el protagonista busca hacer “lo correcto”, pero siempre incurre en un error fatal e irremediable. Porque en la tragedia, hacer “lo correcto” simplemente es imposible.

Por mucho que se subraye la crueldad del personaje que representa a Melitón Manzanas en La línea invisible, en nada cambiaría la magnitud del dolor de vuestro pueblo. Si los personajes que representan a los militantes de ETA fueran menos guapos o más cultos, más esbeltos o más rudos, no disminuiría la dimensión de vuestra tragedia.

Sabes que hay historias en la vida que no tienen solución. Historias cuyo fin inevitable es la destrucción de sus protagonistas: su locura o su muerte. En esto la dramaturgia nos marca el camino desde hace 25 siglos. Deberíamos escucharla. Eso es lo que humildemente quiere hacer La línea invisible. Por eso nos hemos inspirado más en Bodas de sangre, Romeo y Julieta o Toro salvaje que en la realidad política de Euskadi. No porque esta no nos interese, sino porque queremos ir a la fuente detrás de la política, que no es otra que el ser humano.

Ojalá nos hayamos acercado al 1% de la genialidad de cualquiera de esas tres tragedias. Cuando en mis clases analizo Toro salvaje, dejo muy claro que no es una pe­lícula sobre boxeo. Es una película sobre la autodestrucción, sobre la incapacidad de un hombre para gestionar su rabia y el volcán que lleva dentro. Con todos sus fallos, sus imperfecciones y sus licencias, lo mejor de La línea invisible es que la hemos hecho, y que ahora pueda verse. Porque la ficción es la mejor manera de comprender la realidad. Y porque, como dijo Freud, la única manera de olvidar es recordando.

Recordar la incapacidad de ver al otro, de sentir el dolor ajeno, la pulsión de verle como un enemigo. Eso es lo que tienen en común los personajes de La línea invisible. La tragedia nos ofrece como espectadores la posibilidad de mirarnos al espejo y preguntarnos: ¿qué está torcido dentro de mí? Y deposita en nosotros una posibilidad de redención, con la condición de que tengamos el valor de reconocernos como lo que somos; siempre que cada uno esté dispuesto a preguntarse cuál es el volcán que llevo dentro.

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