Los activistas del Congo tienen un enemigo nuevo: el coronavirus
Recelosos de las medidas del Gobierno, en un país pobre, en conflicto y sin servicios sociales y sanitarios básicos, jóvenes activistas han salido a las calles para alertar a la población del peligro de la covid-19
Grâce Maroy tiene una misión importante. Sentada en el suelo de su habitación con una cartulina amarilla sobre sus piernas, no solamente está escribiendo una pancarta para concienciar a los congoleños de los peligros del coronavirus; también está marcando el siguiente paso de un movimiento ciudadano, el más poderoso en la República Democrática del Congo, que ha decidido poner el bienestar del pueblo en el centro de atención.
La ventana está abierta. El sol tropical se cuela en el cuarto como una llamarada. También los sonidos de la ciudad de Bukavu: los motores de las motocicletas, los coches sorteando los baches, el rumor de millones de personas intentando arañar unos cuantos billetes arrugados con trabajos informales. Maroy (22 años) no tiene tiempo que perder. Compagina sus estudios de periodismo con el activismo político en una nación donde el estado ni siquiera garantiza los servicios sociales más básicos. Por eso, el grupo al que pertenece, conocido como LUCHA (Lutte pour le Changement), desconfía de la habilidad del Estado para proteger a los congoleños del coronavirus. En los primeros momentos, los médicos no sabían qué ocurriría. Siguen sin saberlo. Pero como en esta ocasión la incapacidad del Estado podría causar daños, los activistas decidieron pasar a la acción y compensar las carencias que, según ellos, las élites políticas desdeñan.
Hasta ahora, África ha registrado 32.182 casos de coronavirus, el 1,09 por ciento de todas las infecciones del planeta. El Congo confirmó su primera infección el 10 de marzo, casi dos meses después del primer contagio en España. En este continente la pandemia aún es una recién llegada. Desde entonces, según las cifras oficiales de la Unión Africana, la enfermedad ha progresado a un ritmo más lento de lo pronosticado. Para la Organización Mundial de la Salud, aún es demasiado pronto para explicar esos números: ¿se deben a la imposibilidad de los estados de ejecutar pruebas masivas a la población, o a la rápida toma de decisiones de los gobiernos, que cerraron sus fronteras, prohibieron los desplazamientos internos y clausuraron los colegios, entre otras medidas, cuando apenas habían registrado unos pocos casos de coronavirus?
El Congo, con una extensión tan grande como media Europa occidental, quita el sueño a los expertos. Si la crisis sanitaria se extiende, esta nación reúne todos los ingredientes para una hecatombe. A pesar de la riqueza de su subsuelo, con minerales imprescindibles para las industrias de todo el mundo, ocho de cada diez congoleños intentan sobrevivir con menos de 1,25 dólares diarios. Mientras que en las provincias orientales luchan alrededor de 130 grupos rebeldes, en el resto del territorio los centros médicos dependen en buena medida de las oenegés, que no llegan a todas partes. De acuerdo con la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, 13,3 millones de congoleños tienen obstáculos para comer todos los días, y alrededor de 15,9 millones necesitaban asistencia humanitaria antes de la pandemia.
Las herramientas de Maroy y sus compañeros —una pancarta y unas cuantas botellas con desinfectante para manos— parecen insignificantes comparadas con el tamaño de los problemas a los que se enfrentan. Pero el valor simbólico de sus actividades es enorme. Otra demostración de que los jóvenes congoleños están preparados para tomar las riendas incluso en los momentos más difíciles si el Gobierno no garantiza la justicia social a los ciudadanos: no están dispuestos a soportar el desinterés del Estado.
El aislamiento social, solo al alcance de unos pocos
Sikitu Nyakatya (51 años) se despertó con los primeros gallos. La covid-19 no ha cambiado sus rutinas. Para ella, la entreluz violeta del amanecer continúa siendo una señal: el momento de sacudirse el sueño y buscar una manera de salir adelante en las calles de Bukavu. Mientras los pescadores lanzan sus redes desde unas embarcaciones de madera ("mutumbwi") y navegan despacio en el lago Kivu, ajenos al desorden de la urbe, Nyakatya camina con un saco repleto de vegetales en su cabeza. Está rodeada de decenas de motocicletas, minibuses, adolescentes sin rumbo y colmados diminutos. Se dirige a Kadutu, uno de los mercados más importantes de la ciudad.
"En los mercados se gana poco dinero", dice Nyakatya. "Los días con más suerte puedo conseguir cerca de 5.000 francos congoleños [tres dólares]. Lo gasto todo en las comidas de mi familia. Tengo 11 hijos y mi marido murió. No trabajo para comprar una casa o un coche, como hacen los ricos, sino para que mis hijos coman".
En el mercado de Kadutu existen decenas de mujeres con historias parecidas. Están sentadas en el suelo, delante de montones de verduras, esperando a los clientes. A 28 de abril, el Gobierno congoleño ha confirmado más de 459 casos de coronavirus y al menos 28 muertos en toda la nación. Sin embargo, la enfermedad no ha detenido el bullicio de Bukavu, con 900.000 habitantes. En el Congo, el aislamiento social es un privilegio al alcance de unos pocos.
Según la Organización Internacional del Trabajo, el 86% de los trabajadores africanos depende del sector informal. Son ciudadanos sin espacios en los aparatos productivos del continente, que salen a las calles para buscarse la vida con todo tipo de faenas inestables: venden verduras o ropa de segunda mano en las esquinas, preparan comida rápida en cualquier rincón, conducen moto-taxis o minibuses, transportan paquetes pesados, etcétera. A menudo, lo hacen sin tener la certeza de que sus esfuerzos les proporcionen un poco de dinero: los beneficios son escasos, y existen numerosos competidores. Como apenas pueden ahorrar, deben trabajar todos los días.
Los activistas de LUCHA advierten del peligro que suponen los mercados abarrotados de Bukavu: la pandemia del coronavirus podría extenderse sin obstáculos a millones de personas. El Estado congoleño no tiene capacidad de mantener las ciudades en cuarentena. "¿Cómo pueden pedirnos que nos quedemos en casa?", pregunta Nsimire (42 años). "¿Para estar con mis hijos y con mi esposo, que ni siquiera trabajan? Si no vendo estos plátanos, no tendremos dinero para comer. ¿Qué es lo que quieren, que el hambre nos mate antes que el coronavirus? Esas personas ignoran que ya estamos muertos".
Muchas personas creen que el coronavirus es una enfermedad diseñada por los trabajadores humanitarios occidentales
El grupo de activistas ha recogido el testimonio de decenas de vendedoras en los mercados de Bukavu —las mujeres africanas tienen menos posibilidades de obtener un trabajo formal que los hombres— y comprenden que no pueden animarlas a encerrarse en sus casas. Por eso comparten con ellas algunas medidas básicas de higiene y toda la información que conocen sobre el coronavirus. También les han proporcionado desinfectantes para las manos y han exigido al Gobierno programas para luchar contra la covid-19 adaptados al contexto nacional y local. Los medios de comunicación informan sobre la pandemia. Pero a menudo, los bulos son más rápidos que los datos contrastados. Muchos creen, por ejemplo, que es una enfermedad diseñada por los trabajadores humanitarios occidentales para continuar en el país y recibir salarios tan altos como los de las estrellas de fútbol.
A luta continua!
En los alrededores del mercado de Kadutu, Maroy tiene el pelo recogido en dos coletas. Es la única manera de soportar el sol de Bukavu. Viste una camiseta blanca con el logotipo de LUCHA. Según ella, el activismo ha cambiado su vida. "Al principio, me atraía la determinación y coraje de los activistas del grupo", dice. "Estaban tan unidos que parecían una familia. Por eso me uní a mediados del 2016. En realidad, en ese momento no estaba indignada por la situación de mi país. Pero mi rebeldía aumentaba por cada segundo. Comprendí que el Congo es uno de los países más pobres del mundo a pesar de que tenemos numerosos recursos naturales. Que la justicia social no existe. Que la dignidad humana no es más que un eslogan. Que nuestras vidas no valen nada. Que los congoleños son asesinados aquí y allá. Nosotros creemos que este Congo puede ser diferente. Por eso luchamos aunque recibamos amenazas, los soldados nos arresten, e incluso algunos de nosotros hayan sido asesinados. Luchamos porque tenemos un objetivo. Si nosotros no podemos alcanzarlo, las generaciones futuras lo conseguirán".
Por aquel entonces, en 2016, Maroy era la activista más joven de Bukavu: tenía 17 años. La aceptaron a pesar de su edad. La escuchaban, la respetaban como a una más, y respondían con paciencia a todas sus dudas. El activismo ciudadano era un mundo fascinante y terrible al mismo tiempo. Descubrió la amistad sincera, y el dolor de perder para siempre a algunos de sus compañeros. Pero incluso en los peores momentos, siempre pensó que su trabajo era importante. Por eso continuó en el movimiento juvenil, aunque sus familiares se opusieron. Estaban asustados. Durante una protesta, los policías la golpearon.
Los activistas de LUCHA han declarado una guerra no violenta a las injusticias de su país. Los de cada ciudad se reúnen a menudo para compartir los problemas de sus zonas y pensar posibles soluciones. Preparan conferencias, talleres, manifestaciones, jornadas de trabajo colectivo, huelgas, sentadas... Todas sus actividades son pacíficas. Esa es una de las pocas normas del grupo, que tiene alergia a los cargos y a otras rutinas de las organizaciones convencionales. Carecen de portavoces, secretarios generales o un programa electoral.
La atención internacional a este movimiento ciudadano creció sobre todo a partir del 2016, cuando el expresidente Joseph Kabila retrasó en varias ocasiones las elecciones generales, a pesar de que su mandato legal había caducado. Los activistas, que protestaron por todo el país, pagaron un precio alto: se convirtieron en los blancos de los cuerpos de seguridad. Pero casi todos los analistas políticos están de acuerdo en que sin la presión de los movimientos ciudadanos, las elecciones, que se celebraron el 30 de diciembre del 2018, probablemente se hubiesen postergado aún más.
Bukavu se vacía lentamente después del atardecer. Una multitud regresa a sus hogares caminando por las orillas del lago Kivu. El sol tiñe de naranja las casas en esta parte de la ciudad, que suelen ser estrechas y con dos o tres pisos; mientras tanto, los barcos de los pescadores navegan por encima de los reflejos de estos edificios. Detrás de las ventanillas del minibus que Maroy usa para volver a su casa, la noche se da prisa por clausurar este espectáculo de colores. Ha sido un día largo en los mercados.
"El Gobierno ha lanzado un programa de sensibilización del coronavirus en los medios de comunicación", dice Maroy. "Pero no es suficiente. Esta campaña debería estar en la calle. Muchos congoleños no pueden seguir las noticias en la radio o en la televisión porque no tienen electricidad ni dinero suficiente para comprar pilas. De hecho, según nuestras encuestas, una buena parte de la población no sabe nada sobre la epidemia. No podemos pedir a las personas que se protejan a sí mismas y a quienes les rodean si desconocen los riesgos que existen. Nosotros hemos iniciado otra campaña de sensibilización, pero no somos muchos. El Gobierno debe escuchar al pueblo y multiplicar sus esfuerzos. Está poniendo en peligro nuestras vidas".
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