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Columna
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El rival Prometeo y la pandemia

Los días dan comienzo, atrincherados de repente, bajo un manto de silencio. Los mismos que antes empezaban estallando sonidos

Emiliano Monge
Una mujer, con mascarilla, junto a su perro, en Ciudad de México.
Una mujer, con mascarilla, junto a su perro, en Ciudad de México. Marco Ugarte

"Muertes súbitas, arrebatadas de golpe, sin motivo, con puros vómitos de sangre, con dolores hondos".

Hoy es esta cita, que releí en el Chilam Balam hace apenas una horas, la que se cuela, repta abriéndose un espacio y me sacude entre el sueño y la vigilia. Todas las madrugadas pasa esto: una sentencia que busca ser contexto.

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Tras estas frases, los días, estos mismos días que antes empezaban estallando de sonidos —motores más o menos esforzados, cláxones ansiosos, voces ahogadas en las radios de las casas vecinas, gritos de madres y de padres apurados, reclamos de niños desganados—, dan comienzo, atrincherados, de repente, bajo un manto de silencio.

Un pesado manto mudo que, después de que los párpados terminan de abrirse y las pupilas, relegando el resto de sentidos a un instante en el que no son sino prótesis, reconocen el lugar en que me encuentro —ese sitio que, a pesar de no ser el mismo en el que me levanté los últimos años, es el mismo en donde me he estado levantado desde hace años—, se desmorona apenas canta un primer pájaro.

Entonces son los oídos los que toman el control de mi cuerpo, que reducido a mera máquina de grabación registra, uno tras otro, los cantos que, a pesar de que ahí habían estado siempre, de pronto son los dueños del espacio, la percepción y la rutina. Al primer pájaro, un gorrión cualquiera, lo siguen, tratando de piar o de cantar más fuerte que este —ahora que el mundo finalmente les otorga su atención—, los pinzones, las tortolitas, los chipes, las reinitas y los mirlos.

Convenciéndome de que, a pesar de todo, el día que recién está empezando deberá ser parecido o, cuando menos, afín a aquellos que ha habido, sacudo la cabeza, reboto mi consciencia contra mis sentidos, me siento en la orilla de la cama, se me mete al pecho un pedazo de planeta, un trozo de tiempo detenido que pesa como pesan solo aquellas cosas que han estado congeladas y que, de golpe, sin que pudiera advertirlo, sin que nadie tuviera la decencia de decirme ponte en guardia, han empezado a derretirse, a escurrir uno o varios hilos de agua helada.

Al levantarme, esa agua fría que no corre por mi espalda, me la arquea y es así como termino de comprender que estoy despierto, aún a pesar de que sea solo una parte de mí la que se ha espabilado. El inconsciente, haga lo que haga, permanece, prefiere quedarse en el colchón, no abrir los ojos ni los oídos, abrazarse a sueños que no recordaré, porque mi memoria también se queda en la cama. Hace poco más de un mes, solo el consciente yermo y plano, solo este autómata, así como su voluntad de presente, están dispuestos a dialogar con la ansiedad, el extravío, la incertidumbre, el miedo, la apatía y el coraje que me llenan.

Camino al baño, un camino que despierto he hecho un millón de veces y que, seguramente, también hice dormido otras mil veces, sin que supiera que lo hacía, es el olfato, el sentido por excelencia del animal que también somos, ese sentido que hemos atrofiado para poder soportar, para poder vivir entre la mierda que, hora tras hora y acto tras acto nos imponemos e imponemos a los otros —la región más transparente, la original, la de Humboldt, ha venido a reclamarnos y, en torno nuestro, aún a pesar de que no seamos capaces de apreciarlo, aún a pesar de que no intentemos ni siquiera ser capaces de apreciarlo, la luz es otra—; es el olfato, decía, el sentido que me colma y que me cimbra: huele a vómito de perro.

No, no es a vómito de perro, me digo inclinando la espalda y doblando las rodillas. Mi nariz, en realidad, mi cuerpo entero como apéndice, como verruga de mi nariz, busca el origen del hedor, al mismo tiempo que cuestiono: ¿si no hubiéramos dejado que nuestro olfato se atrofiara hace tantos miles de años, seríamos capaces de oler una bacteria, podríamos descubrir, con las fosas que hoy solo usamos para sacarnos los mocos, la presencia de un virus al acecho? Como esos perros a los que entrenan para buscar cáncer en humanos, también me digo, al tiempo que doy con el origen de la peste: una meada bajo el cuerpo de uno de mis perros.

Igual que antes me soltaran los oídos y los ojos, el que me suelta en ese instante es el olfato: ¿por qué te has meado encima, Capulín? ¿Por qué te measte y seguiste durmiendo, sin darte cuenta? Tuna era la que estaba en sus últimas, Capulín, tu todavía no habías llegado hasta este punto, hasta esta rampa cuya pendiente es la última. Hincándome a su lado, acaricio a Capulín hasta que este se despierta. Aunque está medio dormido, le pregunto: ¿o sí? ¿Llegaste también a ese punto? La respuesta, por supuesto, Capulín la traga bostezando, pues sabe bien lo que ésta implica.

Sentándome en el suelo, abrazo a Capulín. Necesito oler su cuerpo, separar su aroma de esta otra peste que nos mira, inquisitoria, con sus ojos de mancha. Apretándolo fuerte, casi exprimiéndolo sin tener claro por qué estoy haciéndole esto; convertido, reducido pues a este autómata que soy, a este rival de Prometeo, trato de escuchar, en la respiración de mi perro, algún sonido nuevo: un ronroneo en su garganta, un silbido en sus bronquios, una pausa en sus pulmones.

Mi consciente plano y yermo, sin embargo, se sacude de repente y así, de repente, caigo en la cuenta de lo absurdo que es todo esto que de pronto estoy haciendo, de lo absurdo que es también todo eso que rodea a lo que aquí estoy haciendo y de lo absurdo, sobre todo, que es pretender que no sea absurdo todo aquello que ahora —en este ahora que ya lleva más de un mes— está aconteciendo.

Y aunque mi inconsciente sigue todavía en la cama, abrazado a mi memoria, de golpe entiendo que yo también podría ser absurdo y actuar absurdamente. Solo así, me digo, podré enfrentar, de nueva cuenta, la ansiedad, el extravío, la incertidumbre, el miedo, la apatía y el coraje que me llenan.

Las siguientes doce horas, renuncio a leer, pensar, escribir, limpiar, lavar y cocinar. Me paso el día —de cualquier forma, así se van ahora: sin que sepamos qué paso al interior de estos— imitando la relación de mis perros con el mundo.

Luego, cuando llega la noche, le tramito a Capulín un permiso que lo deja acostarse en nuestra cama.

Cuando yo cierro los ojos, sin embargo, mi inconsciente se despierta.

Por suerte, allá afuera está esperándonos el sueño: las noches, estas mismas que antes se hundían en el silencio, son ahora un griterío.

Las ardillas se persiguen, los gatos se celan en manadas, los pájaros nocturnos presumen sus pescuezos, un búho abre hoyos a las sombras y un cacomixtle cliquea celebrando que los hombres y mujeres se han guardado.

"Muertes súbitas, arrebatadas de golpe, sin motivo, con puros vómitos de sangre, con dolores hondos".

La vieja cita también es el sumidero que separa la vigilia del ensueño.

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