Virus y fronteras democráticas
La crisis sanitaria ha traído actuaciones con bases de legalidad y legitimidad, y también amenazas a derechos democráticos, sea por propósitos autoritarios o por indiferencia
El Covid-19 fue viajando rápidamente desde fines del año pasado. Aupado en millones de turistas y expandiéndose, primero, a EE UU y Europa y, luego, al resto del mundo. Al inicio gradual e imperceptiblemente; después exponencialmente, hasta que la OMS lo declaró pandemia el 11 de marzo -hace menos de un mes- cuando el número de contagiados era de “solo” 118.000 personas y el de fallecidos, 4.291. Con más de un millón de personas contagiadas y de 50.000 fallecidos al momento de escribirse estas líneas, el mundo se ha construido nuevas fronteras y se está volviendo irreconocible.
De un mundo globalizado con fronteras en dilución, en un abrir y cerrar de ojos, hemos pasado a otro en el que el aislamiento, la regla y la proscripción de todo viaje transfronterizo, es el nuevo estándar. Y, junto con ello, medidas de emergencia generalizadas al interior de los países las que, bajo distintos nombres, restringen derechos y otorgan facultades especiales a los poderes ejecutivos para hacer frente a la pandemia. Y, en ese contexto, un colapso económico generador de desempleo masivo.
Comprensible todo esto. Facultades extraordinarias que en algunos países se están usando correctamente y con eficiencia. Pongo como ejemplo lo que me consta y estoy viviendo en mi país, el Perú, primer país latinoamericano en disponer medidas oportunas y efectivas de aislamiento que han logrado hasta el momento “aplanar” la curva de incremento de nuevos casos y de personas fallecidas. Asimismo, por los significativos recursos fiscales ya invirtiéndose en atender efectos sociales de la pandemia.
Sin embargo, si, por lo general, se ha actuado con bases de legalidad y legitimidad, también se están presentado amenazas a derechos democráticos, sea por propósitos autoritarios o por indiferencia. Tres asuntos llaman particularmente la atención.
Primero, estados de emergencia generalizados que son tierra fértil para que algunos, “pescando a río revuelto”, acaparen y concentren poder oscureciendo la democracia y los derechos ciudadanos. Y proyectos, por ejemplo, para la legitimación –y uso posterior- de medios digitales de seguimiento de la ubicación y estado -físico y anímico- de los individuos. O decisiones autoritarias ya en desarrollo de grosera acumulación y concentración de poder valiéndose de lo “extraordinario” de la situación. Es visiblemente lo que ya está ocurriendo en Hungría donde es ahora el primer ministro Víktor Orban quien gobierna; por decreto y prescindiendo del parlamento.
Segundo, el peligro del entrampamiento del funcionamiento de instituciones democráticas dadas las condiciones objetivas imperantes. Delicados equilibrios y mucha claridad de objetivos democráticos son urgentes e indispensables de manera que no se vea impedido –o trabado- el funcionamiento del sistema judicial, el del Parlamento y el de los Gobiernos locales. Hay respuestas técnicas y normativas para que las instituciones puedan funcionar en las condiciones de aislamiento.
En lo judicial se puede y debe acelerar, por ejemplo, el uso del “expediente electrónico” (que ya funciona en varios países). Ya que esto puede ser una meta de mediano plazo en muchas instituciones, el hecho es que se pueden llevar a cabo muchas actuaciones, diligencias y audiencias judiciales usando la comunicación digital. En especial si está de por medio la libertad de personas u otros derechos constitucionales.
El funcionamiento de los parlamentos, por su lado, tampoco se debería ver impedido. No es objetable que en una situación de emergencia como la actual se fortalezcan las funciones y capacidades de acción de los poderes ejecutivos. Pero ello no puede cancelar la función parlamentaria. La comunicación digital está disponible y es un medio que no solo debe ser “tolerado” sino fomentado para que los poderes legislativos puedan funcionar. El espacio de los poderes locales es también fundamental, pero probablemente el más complejo pues no siempre cuentan con los recursos tecnológicos y presupuestales necesarios. Son el eslabón fundamental de conexión entre la ayuda estatal/gubernamental y la gente en condición de pobreza y extrema pobreza, por lo que la interconexión es esencial.
Tercero, parafraseando el título del film de Luis Buñuel, Los olvidados: las personas privadas de libertad. Se encuentran bajo responsabilidad y atención directa del Estado y es un grupo particularmente vulnerable por las condiciones de hacinamiento prevalecientes en los centros de reclusión.
Veamos, como ejemplo, a Colombia y Perú. En el primero, la población penal es de 121,297; la capacidad, para 80,763 (50.19 % de hacinamiento); en el Perú, la población penal es de 92,300 y la capacidad, para 39,300 (134% de hacinamiento). El hacinamiento y las condiciones de higiene son evidentes caldos de cultivo para la expansión del virus. Lamentablemente no suele generar gran “simpatía social” en sociedades gangrenadas por la inseguridad.
En las actuales condiciones de emergencia carcelaria es urgente estudiar y conceder indultos a personas que estén por cumplir sus penas y no haya cometidos delitos de sangre. La deportación de reclusos extranjeros (que deberían estar en sus países). Y, así, otras categorías que se consideren relevantes que deberían ser parte de una inmediata “descompresión” de los centros penales antes que haya que lamentar hechos graves de violencia en el actual contexto. En el Perú la presidenta del Tribunal Constitucional ha pedido públicamente que se proceda a otorgar indultos recomendando, para ello, una comisión ad hoc que estudie cada caso de manera que no se beneficien de ello personas que entrañen un riesgo para la sociedad.
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