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Columna
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Colapso

Las medidas más restrictivas contra el virus tienen límites sociales evidentes. Nuestras economías y sociedades no pueden aguantar meses de confinamiento total

Ricardo Dudda
La Gran Vía madrileña desierta.
La Gran Vía madrileña desierta. Ricardo Rubio (Europa Press)

El confinamiento va para largo. Un estudio del Imperial College publicado el 16 de marzo afirma que la mejor solución para suprimir la transmisión del virus es el confinamiento indefinido. La cuarentena debe mantenerse hasta que la vacuna esté disponible (más o menos, 18 meses). Es posible que se establezcan confinamientos intermitentes (se combinará el confinamiento absoluto con situaciones de semilibertad controlada). A los autores les preocupa que haya “repuntes” si se retiran las restricciones completamente antes de alcanzar la inmunidad de grupo. La vida no va a volver a la normalidad pronto. Habrá restricciones de aforo, monitorización de las personas vulnerables, controles de temperatura, pruebas de inmunidad y “pasaportes sanitarios”, como ha señalado el director de MIT Technology Review. Los colegios y universidades no abrirán en meses. Quizá los colectivos vulnerables no puedan recuperar la total libertad de movimiento en el medio plazo.

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Es posible que nuestra nueva vida en Europa se acabe pareciendo al Berlín o la Viena de posguerra, con toques de queda, controles policiales, pasaportes especiales para desplazarse y áreas restringidas. Si el confinamiento se alarga, el Estado de alarma también lo hará. El Gobierno de Pedro Sánchez se prepara para esa eventualidad con planes de contingencia que restringen aún más la actividad económica. Francia, tras los atentados de Bataclan en 2015, declaró un Estado de excepción que se mantuvo dos años, aunque su alcance era más limitado. La oposición escenificará un desacuerdo pero acabará aceptando. La debilidad parlamentaria del Gobierno tiene partes negativas obvias pero también alguna positiva: debería mejorar la rendición de cuentas y la fiscalización en un momento en el que el Gobierno usa las herramientas del Estado con discrecionalidad. El Gobierno se verá tentado de acusar a la oposición de deslealtad pero cabe esperar que no lo haga; la oposición del PP, generalmente despistada y sin una estrategia clara, no sabrá encontrar el equilibrio entre una fiscalización necesaria (especialmente ante los errores de previsión del Gobierno) y el electoralismo ramplón (las palabras de José Ignacio Echániz, portavoz adjunto del PP, provocan sonrojo: “¿Por qué no manda Sánchez el Falcon a por material sanitario? Para la boda de su primo sí, para salvar vidas no”). Pero también cabe esperar que, cuanto más se alargue esta situación, menos recurrirá a esta estrategia.

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Las medidas más restrictivas contra el virus tienen límites sociales evidentes. Nuestras economías y sociedades no pueden aguantar meses de confinamiento total. Está en riesgo no solo el bienestar económico sino también la convivencia y el contrato social. El economista Branko Milanovic afirma que “la política económica más importante hoy es fortalecer los vínculos sociales bajo una presión extraordinaria”. Durante años hemos hablado de la fractura social que provoca la polarización política. Hoy ese tipo de reflexiones resultan frívolas. La fractura a la que nos enfrentamos hoy es el colapso económico y social.

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