Li Wenliang, coronavirus y Latinoamérica
La región es golpeada por otra epidemia, el dengue. En dimensiones graves que pasan desapercibidas y con una grave indiferencia que superan, en mucho, al coronavirus
Es imposible no preocuparse por la expansión del coronavirus en el mundo. Con un total de 2.236 personas fallecidas y más de 75.400 portadoras del mal, inquieta que aún no se disponga de las herramientas para su eficaz tratamiento y para cortar expansión.
Fuera de los aspectos científicos y médicos -los fundamentales- destacan tres asuntos que son particularmente relevantes. No menciono, aquí, el impacto que ya viene teniendo –y tendrá- en la economía y el comercio internacional pues es un capítulo aparte.
Primero, el análisis fragmentado de la problemática de salud en el mundo. Se repite el dato alentador para América Latina de que el mal, que se sepa, no ha llegado a la región. Pero, mientras tanto, la salud de la población ya es golpeada por el dengue, otra enfermedad viral. En dimensiones graves que pasan desapercibidas y que superan, en mucho, al coronavirus.
Más de tres millones de casos en el 2019, con 1.501 personas fallecidas. En el año en curso se habría superado ya los 125.000 casos de personas afectadas. No reclamo por la atención que viene recibiendo, con razón, el coronavirus, solo por la grave indiferencia frente al dengue.
Segundo, tanto para el coronavirus como para el dengue, o cualquier epidemia, es fundamental la transparencia de la información. Indiferencia –más que censura- en el caso del dengue e inicial intento de ocultamiento en el coronavirus, pero el efecto es semejante. En China fue manifiesto el manejo autoritario y obtuso por las autoridades de la provincia de Hubei. Cuando en enero el médico Li Wenliang advirtió discretamente a sus colegas a través de WeChat (el WhatsApp chino) de lo que se venía, fue silenciado. Recién luego que Li falleciera -y al ser obvio que tenía razón- está siendo revindicado por las autoridades centrales.
Tercero, las decisiones institucionales para prevenir su propagación y responder a la enfermedad. Es otro ámbito crucial. Esto tiene que ver con una política de salud que esté en capacidad de actuar oportuna y eficientemente y que cuente con recursos y capacidades institucionales mínimamente adecuada. Que, con luces y sombra, está presente en la China.
El mal se expande en la China, cierto. Pero si no existieran -con todas sus carencias- un sistema de salud actuante y las decisiones políticas para regular contactos entre personas, la situación sería de hecho mucho más grave. Más de 150 millones de personas tiene esta semana en la China restricciones severas en su libertad de tránsito como un medio para prevenir su difusión.
Dadas las limitaciones ya vistas con lo del dengue, me pregunto qué pasaría si algún país latinoamericano se viera sometido de la noche a la mañana al ataque del coronavirus. Probablemente no estaríamos en condiciones institucionales de ser razonablemente eficaces en un breve lapso. Y, otra vez, saltaría el tema de la desigualdad en salud, uno de los problemas por los que la gente protesta en las calles.
Dos conclusiones obvias.
La primera: no es aceptable censurar o sancionar información que tiene que ver con posibles amenazas a la salud pública. Hacerlo afecta derechos fundamentales y puede acabar costando muchas vidas. La difusión y el acceso a la información debe ser garantizado.
La segunda: las demandas estructurales serias y constantes para tratar la salud pública, no como un tema más sino como un derecho fundamental, deben traducirse en políticas públicas serias y efectivas. Hoy no las tenemos en la mayoría de países latinoamericanos. Es esta, pues, una ocasión en la que se debe reformular prioridades en las políticas públicas de salud.
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