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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Media Cataluña

Torra excluye a los no secesionistas de las propuestas a la mesa de diálogo

Quim Torra, Pere Aragonès y Meritxell Budo, este miércoles en el Palau de la Generalitat.
Quim Torra, Pere Aragonès y Meritxell Budo, este miércoles en el Palau de la Generalitat.Toni Albir (EFE)

Quim Torra se reivindica cada día a sí mismo no como presidente de todos los catalanes, que es lo que manda el perfil jurídico e institucional del cargo que ocupa, sino como jefe sectario de una fracción de ellos: la nutrida, pero minoritaria, porción de ciudadanos partidaria de la independencia. Así lo certifica una vez más el hecho de haber preparado la próxima reunión de la mesa de diálogo con el Gobierno de Pedro Sánchez única y exclusivamente con los partidos parlamentarios secesionistas (Junts per Catalunya, Esquerra y la CUP) y con sus terminales activistas en la sociedad civil (Òmnium y la ANC).

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Resulta intolerable en términos democráticos (y también caricaturescos) que la representación de menos de la mitad de la población catalana se arrogue el derecho de representar a su totalidad. Amén del de negociar con el conjunto de España las aspiraciones de los catalanes como si configuraran un todo monolítico, unívoco y armónico, cuando la sociedad del Principado exhibe al menos tanto pluralismo y diversidad como el propio Reino de España.

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Y ello también es exótico desde el punto de vista de la seriedad institucional. Si el Gobierno español trata a la Generalitat como lo que es, parte radicalmente autónoma del Estado común; si reconoce en su president la capacidad representativa del autogobierno catalán; y si busca encauzar los litigios existentes mediante un mecanismo legal de diálogo, es un despropósito asimétrico que Torra ignore a casi la mitad del Parlament y a la mayoría de la población. No hay demostración más fehaciente de la división social, de la fragmentación ideológica y de la fricción política interna de la sociedad catalana que los sucesivos Gobiernos separatistas se empeñan en negar. Ocurre que ni Torra es un gobernante, pues no logra acreditar hecho ninguno ni de acción ejecutiva, ni de actividad legislativa ni de hechos simbólicos tendentes a restaurar la cohesión de la ciudadanía; ni tampoco un dirigente que procure mejora alguna en la vida cotidiana de los ciudadanos a quienes teóricamente gestiona las cuestiones comunes. Por eso es incapaz hasta de promulgar los decretos de los reglamentos que debieran hacer operativas las leyes sociales elaboradas bajo los mandatos de sus antecesores.

Si bien tanta anomia merecería la censura parlamentaria, la excesiva prudencia (por cálculo cortoplacista) de sus socios le permite alardear de su asténico ritmo de acciones inútiles, contraproducentes y contradictorias.

No es el menor el acontecido con la mesa de negociación, un instrumento que si se tomase seriamente podría proporcionar cauces para el retorno a una cierta normalidad: primero, cuando sus socios de Esquerra la pactaron, intentó desvirtuarla, asegurando que no se sentía concernido por los compromisos de estos; luego intentó encaramarse a ella dotándola de un tono radical, confrontacional, totalmente ajeno al espíritu de diálogo que prometen sus patrocinadores; y ahora fragua las propuestas de la parte catalana de modo sectario, precipitado y descortés, asociándola a una eventual convocatoria anticipada de elecciones autonómicas.

Por todo ello Torra ha devenido en un prescindible engorro, principalmente para los catalanes. Entre ellos, para sus aliados, que deberían considerar su relevo sin esperar a las decisiones judiciales pendientes.

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