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Columna
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Irán, un papel de tornasol

La tensión bélica entre Teherán y Washigton se convirtió en un insumo más de la polarización en América Latina. También es una señal de los alineamientos internacionales de cada país

Carlos Pagni
El Secretario General de las Naciones Unidas, Antonio Guterres y el presidente de Irán, Hassan Rouhani.
El Secretario General de las Naciones Unidas, Antonio Guterres y el presidente de Irán, Hassan Rouhani.Getty

La tensión bélica entre los Estados Unidos e Irán, agravada desde la eliminación del general Qassem Soleimani, se convirtió en un insumo más de la polarización que signa la vida pública de América Latina. También es una señal de los alineamientos internacionales de cada país.

La mayor novedad proviene de Brasil. El enfrentamiento encuentra a ese país encolumnado con Washington. Una opción inesperada para una diplomacia que siempre ha sido muy celosa de su autonomía.

Cuando se conoció la noticia del ataque sobre Soleimani y su comitiva, el Gobierno brasileño emitió un comunicado condenando el terrorismo, que Jair Bolsonaro identifica con Irán. Por si quedaba una duda, el mismo texto repudió la agresión de las milicias iraníes a la embajada norteamericana en Bagdad. El hijo del presidente que más atención presta a las cuestiones internacionales, Eduardo, recordó que los ataques terroristas a la embajada de Israel, en 1992, y a la mutual AMIA, en 1994 en Buenos Aires, son atribuidos a militantes de Hezbollah con cobertura iraní. Para que queden claras estas preferencias, su padre, el presidente, divulgó una imagen de sí mismo mirando un mensaje de Donald Trump sobre Medio Oriente.

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La adhesión de la derecha brasileña a la decisión de Trump se fue haciendo más enfática en la medida en que el conflicto internacional se nacionalizaba. Bolsonaro difundió una foto de Lula da Silva, su máximo rival, con el expresidente iraní Mahmoud Ahmadinejad, ambos sonrientes. Irán trae un recuerdo amargo para Lula. En 2010, él intentó, junto al turco Recep Tayipp Erdogan, mediar entre Teherán y las principales potencias occidentales. Tenía un brumoso aval de Barack Obama, que la Casa Blanca más tarde desmintió. Un malentendido que interrumpió el idilio entre Obama y Lula. Dilma Roussef tomó otro camino y, al asumir la presidencia, adelantó que se distanciaría de Teherán porque su Gobierno viola los derechos humanos, en especial los de las mujeres. Lula sigue en su antigua posición: el miércoles pasado declaró que “a los Estados Unidos les gusta generar confusión, preferentemente lejos de su territorio. No hay necesidad de inventarse terrorismo en Irán”.

La adhesión de Bolsonaro a Trump encendió alarmas en el aparato de seguridad brasileño, por temor a alguna acción violenta en el propio país. Siempre se sospecha de la filiación fundamentalista de algunos inmigrantes de Medio Oriente radicados en la frontera con la Argentina y Paraguay. Pero desde hace un par de años apareció otra hipótesis tenebrosa: la presunta conexión entre organizaciones terroristas y redes delincuenciales brasileñas. Sobre todo el Primer Comando de la Capital, una mafia surgida en San Pablo, con alrededor de 20.000 integrantes, que se conduce desde las cárceles. Estas conjeturas tuvieron una consecuencia práctica: Bolsonaro suspendió su viaje al foro económico de Davos, según confesó, para evitar riesgos. Su vocero debió corregirlo, como era de esperar, para que esa alarma no atemorizara a los brasileños con la posibilidad de ver a su país como blanco de una agresión.

La contradicción sobre el eje iraní, bastante artificial en Brasil, tiene más consistencia en Venezuela. Hugo Chávez y Nicolás Maduro han mantenido relaciones bastante sistemáticas con el Teherán de Ahmadinejad, y también con el de Hasán Rohani. Por eso, en pleno entredicho por su elección como presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó exhumó fotos de Maduro, en sus tiempos de canciller, firmando acuerdos con Irán. En un comunicado que hace juego con el de la cancillería rusa, el Ministerio de Relaciones Exteriores venezolano aseguró que la liquidación de Soleimani “a todas luces eleva la tensión de la región, sin fundamento alguno en el Derecho Internacional”.

El ecuatoriano Rafael Correa fue, desde la oposición a Lenín Moreno, mucho más contundente que sus amigos chavistas. “Lo que ha hecho Trump en Bagdad es un acto terrorista para supuestamente combatir ‘terrorismo”, escribió en su cuenta de Twitter.

El boliviano Evo Morales, que conduce la campaña electoral de su Movimiento al Socialismo como refugiado, en la Argentina, fue menos explícito que su amigo de Ecuador. Sostuvo “la paz se garantiza respetando la soberanía de los Estados, sin bases militares ni intervenciones”. Mientras divulgaba ese tuit, el Gobierno de los Estados Unidos restituía programas de ayuda económica a Bolivia, que habían sido suspendidos durante su Gobierno. Un respaldo inocultable a la gestión de Jeanine Áñez, a quien Morales acusa de golpista.

Irán fue también un papel de tornasol para que se note otra novedad. Igual que frente a la interminable crisis venezolana, también ante la muerte de Soleimani la Argentina siguió a México. Ambos países llamaron al diálogo, sin realizar imputaciones. Este pronunciamiento es más significativo en el caso del argentino Alberto Fernández, ya que en su país Irán es desde hace años una variable permanente de la polémica doméstica. Sobre todo desde que su vicepresidenta Cristina Kirchner, cuando estaba al frente del país, suscribió un entendimiento para acordar con Ahmadinejad una salida penal al atentado de la AMIA. La oposición al kirchnerismo siempre vio en ese memorándum una complicidad con los iraníes. La expresidenta nunca pudo explicar bien por qué lo suscribió. En su propio entorno aparecen versiones de que fue por influencia del venezolano Chávez. Esta controversia tuvo un giro más dramático cuando el fiscal Alberto Nisman acusó a la señora de Kirchner de encubrir, con ese pacto, aquel ataque terrorista. A los pocos días de esa denuncia, Nisman apareció muerto. Es difícil que un antikirchnerista piense que se suicidó. Y es difícil que un kirchnerista piense que lo mataron. En este contexto, Fernández, que depende de Cristina Kirchner pero necesita del aval de Washington en sus negociaciones con el Fondo Monetario Internacional, siguió los pasos de Andrés Manuel López Obrador. Hombre de izquierda, pero vecino de los Estados Unidos, López Obrador es, como su discípulo argentino, un equilibrista.

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