El amigo extraviado
De su mano viene la única alegría que cada año me traen las abominables fiestas navideñas
CONFÍO EN SU BENEVOLENCIA para que hoy me permitan utilizar esta página como mensaje personal, a ver si así consigo comunicarme con un viejo amigo extraviado, o más bien elusivo. Del todo extraviado no está, ya que viene de su mano la única alegría que cada año me traen las abominables fiestas navideñas, que en este país jaranero duran los cuarenta días que ningún otro sitio puede consentirse, ya que dañan a la economía (apenas se trabaja durante el periodo, y en cambio se gasta lo que no hay) y sobre todo a la salud mental: entre los que se deprimen, los que se pelean en las cenas familiares o de empresa, los que se sienten muy solos y los que intentan ser productivos sin éxito, asediados por estridentes músicas en las calles y masas enloquecidas sin motivo, casi todo el mundo termina exhausto, arruinado, gordo, con el estómago hecho trizas y con amistades echadas a perder. El 8 de enero se cuentan las bajas, el dinero volatilizado y los días desperdiciados por una u otra perturbación.
Pues bien, lo único que me compensa de estas fechas es que me llega puntualmente un sobre del amigo extraviado, Nacho Amado Díaz-Varela, cuyo segundo apellido le adjudiqué al principal personaje masculino de mi novela Los enamoramientos. Me contenta saber que al cabo de los siglos se sigue acordando de mí, aunque tiene la mala y deliberada costumbre de no poner nunca remite, y hace años que no le puedo contestar. También ignoro su teléfono, y las últimas y turbias señas de que dispuse resultaron ya inservibles —mi carta me fue devuelta con un tajante “Desconocido”— hace no menos de un decenio. Era amigo de la primera juventud y lo conocí a través de mi primo el pintor Carlos Franco, cuya obra más vista es hoy casi anónima, los frescos de la Casa de la Panadería en la Plaza Mayor de Madrid. Ni siquiera él sabe cómo contactar con Nacho Amado, de cuya vida sé sólo retazos desde que nuestros caminos se separaron. Hubo un tiempo, hacia nuestros dieciocho años, en que se presentaba a menudo sin avisar en casa de Carlos o en la mía.
Pero era tan simpático y su compañía tan grata que, aunque uno estuviera ocupadísimo, abandonaba con gusto cualquier quehacer y le dedicaba la tarde a su inesperada visita. Poseía algo infrecuente y muy de agradecer: una extraordinaria capacidad para ver la comicidad de las cosas, de las frases, de las situaciones, de las escenas de las películas y de cuanto llegara a sus ojos y oídos. Lo que le hacía gracia se le quedaba grabado (compruebo en sus sobres navideños que aún es así, y que guarda memoria de episodios mínimos que, cuando me los recuerda, todavía me hacen reír). Al principio era atleta, lanzaba la jabalina; después se hizo bombero, creo que forestal; durante una época se dedicó a criar perros en algún lugar cercano a Madrid; más tarde, tengo la vaga idea de que se casó y separó de una estadounidense que curiosamente había sido alumna mía en un curso de los primeros años ochenta, impartido en mi ciudad; con ella o por ella viajó largo tiempo por su país; sé que más adelante viajaba a África a menudo, y sobre todo al Extremo Oriente, donde deduzco que aún pasa temporadas. Nunca tuve ni idea de qué lo reclamaba en esos lugares, y la fantasía es libre: me figuro al atlético Nacho como mercenario, como traficante de algo o como a Christopher Walken abducido por la ruleta rusa en Saigón, en la película El cazador. Todo esto es imposible, claro, pero, como nada sé, cualquier disparate cabe en mi imaginación.
En sus largos mensajes navideños no cuenta, no da noticias, no me pone al día. Se limita a enumerar aquellas frases o situaciones que nos hacían reír en la primera juventud. Luego pasa a lo que llama “hit parade”, y destaca, fuera de contexto, fragmentos de artículos míos que le han parecido chuscos o le han arrancado una carcajada. Así aislados, me cuesta identificarlos, pero veo que conserva intacta su capacidad para captar la comicidad, voluntaria o involuntaria. Ya en los tiempos remotos su ídolo en cine era Polanski, y en literatura Modiano. Supongo que estará satisfecho de que el primero aún haga películas y al segundo le cayera el Nobel. Sin embargo, no los menciona ahora. Sus falsas cartas están llenas de citas, no de escritores, sino de conocidos. Siempre le hicieron especial gracia los adustos comentarios de mi tío Ricardo, padre de Carlos, médico que había estado en la División Azul y que lo reprobaba todo con sorna. En la de este año recupera lo que dijo cuando me vio con las largas melenas que hace poco confesé haber lucido entre 1972 y 1974, algo así. Mirándome de reojo con indescriptible desdén, preguntó a su alrededor: “Y este, ¿por qué se viste de Gerónimo?”, y prosiguió con su cena. También se le cuela esto, en broma seguramente: “Aunque permanecerás en silencio, siempre me digo: Este año tendrás carta de Javier”. Llevo una década intentando romper mi silencio, en vano. Alguien que todavía es capaz de provocarme las sonrisas y risas de antaño, alguien que parece no haber cambiado de carácter ni haberse desengañado a lo largo de tantísimo tiempo, no merece estar extraviado. O, mejor dicho, no me lo merezco yo.
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