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escalera interior
Columna
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Dos rebaños de cabras

Almudena Grandes

Seguiré preguntándome qué derecho tenemos nosotros a corregir las costumbres de nuestros antepasados

ESTO SE ARREGLA con dos rebaños de cabras”.

Mi amigo Felipe Benítez Reyes, que se convirtió en un escritor extraordinario a fuerza de mirar, día tras día, el mismo paisaje que admiraba yo mientras le escuchaba, pronunció esa extraña receta con una contundencia que me sorprendió.

—¿Dos rebaños de cabras?

Era un día prodigioso, como los que sólo se dan en Rota, en la bahía de Cádiz, en pleno mes de diciembre. Ningún anuncio de Martini ha alcanzado ni alcanzará jamás la esplendorosa condición de aquel instante, el lugar perfecto, el momento perfecto, el sol perfecto, generoso y compasivo, tierno, que le sacaba la lengua al invierno en la terraza del chiringuito Las Dunas. Estábamos haciendo tiempo hasta la hora de comer con una copa de manzanilla en la mano, y precisamente de dunas hablábamos.

Habíamos ido caminando desde casa, por la pasarela que las atraviesa, y me había llamado la atención la cantidad de pinos que habían sido talados en otoño. Su ausencia casi dolía. Los tocones redondos, rodeados de arena, eran tan visibles como un rosario de cicatrices, aunque las copas de los árboles supervivientes seguían fundiéndose en una masa verde, un mar de pinos tan compacto como el azul del océano que se extiende más allá. Esas dunas, esos pinos, son muy importantes para mí, porque no veo otra cosa cuando voy a la playa, cuando camino en verano por la orilla del mar todas las tardes, cuando me canso de nadar, y me quedo un rato flotando en el agua, y calibro el extraordinario privilegio de no estar viendo torres de apartamentos, paseos marítimos, hoteles con tumbonas de colores, sólo dunas y árboles, un espacio protegido, un milagro. Pero la belleza encierra sus propios demonios, y la procesionaria no había tenido en cuenta mis placeres.

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—Había tantos pinos —me contó Felipe— y estaban tan juntos que no había manera de acabar con la plaga. Las copas, tan pegadas, tan frondosas, formaban autopistas para las orugas, que iban de un árbol a otro tranquilamente. Es una pena, pero no ha quedado más remedio que talarlos para acabar con ellas.

En aquel instante pensé en mi torpeza de urbanita, en lo fácil que resulta que quienes no sabemos nada del campo malinterpretemos acciones que no comprendemos, en la velocidad a la que me había apresurado a calificar como una atrocidad aquella tala que no estaba destinada a arruinar un pinar, sino a salvarlo. Lo comenté en voz alta y mis amigos roteños insistieron en que preservar un sistema dunar no significa abandonarlo a su suerte.

—Claro que esto se arregla con dos rebaños de cabras —sentenció Felipe—. Porque antes, cuando pastaban por aquí, no había hojarasca, como ahora, que el día menos pensado va a salir todo ardiendo. Las cabras se la comían y, al pasar, hacían caminos entre los pinos que servían como cortafuegos. Además, abonaban el terreno. Todo estaba más limpio, así que, digo yo, ¿el Ayuntamiento no podría comprar un par de rebaños y contratar a dos cabreros? Crearían dos puestos de trabajo, con el paro que hay por aquí, y construir un redil con unas maderas, que no desentonara con el paisaje, sería facilísimo y baratísimo además. Si con cabras las dunas se han mantenido intactas durante un montón de siglos, yo no sé por qué han desaparecido. ¿Es que es más ecológico un pinar sin cabras que con ellas?

Aquel día bebimos mucha manzanilla, alargamos la sobremesa mientras duró la luz, hablamos de las cosas más variadas, nos reímos mucho, pero en ningún momento me olvidé de las cabras de Felipe. Aquella propuesta no sólo me pareció brillante —buena, bonita y barata—, sino que me ha obligado a replantearme muchas cosas. Es posible que, cuando se publique este artículo, alguien me escriba para explicarme por qué no puede haber rebaños de animales en espacios protegidos, pero, incluso en ese caso, seguiré preguntándome qué derecho tenemos nosotros, causantes directos del desastre ecológico, a corregir las costumbres de nuestros antepasados, que preservaron el tesoro que hemos heredado y estamos malbaratando a toda velocidad.

De momento, lo cuento aquí, por si a algún Ayuntamiento, en Rota o en cualquier otro municipio con sistemas dunares protegidos, le parece buena idea comprar dos rebaños de cabras.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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