Ocho mil ciento ochenta y seis
Era el número de la Lotería Nacional al que estaba abonado mi abuelo materno desde que era joven. Nunca lo abandonó
DESDE HACE algún tiempo, mi memoria juega conmigo. Con frecuencia creciente, recibo besos y abrazos de personas de las que lo único que sé es que las conozco, aunque no soy capaz de recordar de qué, ni su nombre, ni su profesión, ni el lugar donde viven. Antes recuperaba esa información al cabo de unas horas o al día siguiente. Ahora, sencillamente, a menudo no la recupero. Con los personajes de ficción me ocurre lo mismo. No recuerdo los nombres de los protagonistas de novelas que han sido importantísimas para mí, y en el caso del cine, quizá porque me importa menos, es aún peor. De repente, a los 20 minutos de ver una película me doy cuenta de que la he visto ya. Si me acuerdo del final, la abandono. Si no, la veo otra vez. Cuando lo comento con otras personas de mi edad, los más optimistas insisten en que es un problema de almacenamiento, debido a la enorme cantidad de datos que he acumulado a lo largo de mi vida. En este caso, me fío más de los pesimistas, que apuntan sin piedad a que me estoy haciendo mayor, lo cual es indiscutible y felizmente cierto. Pero existen dos excepciones singulares a la regla del olvido, y las dos tienen que ver con la Navidad.
Cuando era pequeña, casi nunca me elegían para hacer un personaje en la función navideña del colegio. Estaba muy gorda, era muy alta, muy morena y siempre aparentaba más años de los que había cumplido. No era grácil ni delicada, ni tenía aspecto ingenuo. Sabía que no podía aspirar a ser la Virgen ni un angelito, pero cada año cultivaba la esperanza de que me escogieran para hacer, si no de pastorcilla, al menos de pastora madura, de abuela de las demás. Nunca ocurrió. Un año hice de árbol. Otro, de rey Baltasar, sin frase. No puedo decir que aquella experiencia infantil fuera una tragedia, una muestra de crueldad o un episodio de discriminación. En aquel tiempo, todos éramos mucho menos sensibles con las sensibilidades infantiles, pero lo cierto es que aquella sistemática marginación me hacía sufrir. La evidencia más patente de un sufrimiento que estarán reconociendo ahora mismo muchos lectores y lectoras, cuyo aspecto se distanciaba en su infancia de los modelos de los anuncios de Nestlé, es que, con todo lo que he olvidado, aún recuerdo perfectamente el nombre, el apellido y la cara de la niña rubia de ojos azules que todos los años, sin faltar uno, hacía de Virgen María en aquella función. No voy a escribir aquí el diminutivo de su nombre, por el que la conocíamos, ni su apellido, porque ella no tenía la culpa de nada. Pero, por recordar, me acuerdo incluso de que su familia tenía una óptica.
La otra gran excepción es un número, algo que, en teoría, es mucho más difícil de grabar en la memoria que un nombre. Sin embargo, lo estoy viendo ahora mismo como si tuviera volumen, dimensiones, la densidad de un objeto que se pudiera sostener entre las manos. Ocho mil ciento ochenta y seis. 08186. Ese era el número de la Lotería Nacional al que estaba abonado mi abuelo materno desde que era joven. Manuel Hernández Alonso era del Atleti. Por eso, aunque nunca había ganado un premio importante con aquel número, nunca se le había pasado por la cabeza abandonarlo. Seis de sus ocho hijos era tan colchoneros como él, pero después de su muerte no lograron ponerse de acuerdo y la mayoría optó por no renovar el abono de su padre. A mi madre le dolió. A ella le encantaba la lotería, jugaba todas las semanas, y estuvo a punto de quedarse el abono en solitario. Pero calculó lo mal que se sentiría si, algún año, el gordo de Navidad caía en el ocho mil ciento ochenta y seis, y se hacía millonaria ella sola. Mi madre, atlética furibunda, era muy sentimental y concluyó que no merecía la pena. Eligió la mala suerte compartida a la fortuna en solitario, e hizo bien, porque cada año, después del sorteo de Navidad, yo busco en su nombre el número de su padre y compruebo que no ha ganado nada. Los números que juego yo por mi cuenta, tampoco, aunque el año pasado me cayó una pedrea. Menos da una piedra.
No sé qué número jugarán ustedes hoy, pero les deseo mucha suerte. No en la Lotería, sino en la vida, que es la que importa.
Feliz Navidad.
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