Hervideros populares
El septenio 2014-2020 va a ser el de menor crecimiento en América Latina en 40 años
El Papa Francisco, al que muchos de sus enemigos califican de peronista, se ha referido varias veces a América Latina como un “continente en llamas”, con “gobiernos débiles que no han logrado poner orden y paz en su interior”. El día de Navidad incluyó a la zona entre las que están en las tinieblas del mundo. Declaraciones como ésas o la extensión de las protestas en las calles en lugares tan disímiles como Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia, etc., inducen a pensar de la región está inmersa en otra década perdida como la de los ochenta o que, en paridad con otras zonas del planeta, está retrocediendo.
Y no es así. América Latina tiene problemas estructurales que en muchos casos avanzan sin tregua (la desigualdad, porque sus ricos son cada vez más ricos y no porque sus pobres sean los más desfavorecidos del mundo; la violencia cotidiana, a punto de incorporar a algunos países dentro de la espantosa categoría de “Estados fallidos”; la corrupción,…) y justifican las críticas, pero en comparación con otras coyunturas tiene bastante fortaleza: niveles de inflación históricamente bajos, reservas internacionales relativamente elevadas, acceso a los mercados financieros internacionales (con las excepciones conocidas), tipos de interés muy reducidos, etc. Estas condiciones favorecen su capacidad para aplicar políticas económicas que estimulen la demanda, cuya ausencia es una de las causas del movimiento protestatario.
Acaba de hacerse público el tradicional Balance preliminar de las economías de América Latina y el Caribe 2019, elaborado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), un organismo de las Naciones Unidas con sede en Santiago de Chile. En él destacan dos vectores que se desarrollan de modo paralelo: una intensa desaceleración económica generalizada y sincronizada, que ha hecho que 18 de los 20 países estudiados presenten una tasa de crecimiento a la baja en relación a periodos anteriores; y un contexto de crecientes demandas sociales, presiones para reducir las desigualdades y aumento de la exclusión social, que han detonado “con una intensidad inusual”.
Sin embargo, estas características no se corresponden solo al año de las movilizaciones sino que arrancan al menos desde 2014: caída de la renta per cápita, la inversión, el consumo per cápita, las exportaciones, y un sostenido deterioro de la calidad del empleo. El septenio 2014-2020 (a no ser que en este próximo ejercicio se obre un milagro que nadie pronostica) será, según la CEPAL, el de menor crecimiento económico en la región en los últimos 40 años. En este marco, el número de parados de la región supera los 25 millones de personas (un millón más que en 2018), en medio de un desgaste agudo de las condiciones del mercado de trabajo: aumenta mucho más el trabajo por cuenta propia (autónomos y falsos autónomos) que el empleo asalariado, se incrementan el subempleo y el trabajo que se origina en el interior de la economía informal (sumergida), y se amplía la brecha entre hombres y mujeres en lo que se refiere a la desocupación (y a los salarios). Este septenio parece inmerso en el concepto de “estancamiento secular” que publicitó el economista Larry Summers, secretario del Tesoro con Bill Clinton.
Ante esta doble dimensión (desaceleración y aumento de las protestas) hay quien ha resucitado el viejo informe sobre la gobernabilidad de las democracias, que en los años setenta del siglo pasado escribieron Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki para la Comisión Trilateral. Entre las ideas fuerzas del mismo, sobresalían dos que son puestas en circulación de nuevo: la posibilidad de limitar la participación de los ciudadanos en la acción política, para evitar los excesos que pudieran hacer peligrar la extensión de la propia democracia; y la disminución de la “sobrecarga gubernamental” que se manifiesta en la expansión de los gastos del Estado de Bienestar como una “fuente de crisis”.
Según los apologetas rejuvenecidos de estas ideas, la libertad y la democracia están amenazadas por las intrusiones de la calle que presionan a las instituciones. Pero ello va a depender del éxito o fracaso de los hervideros populares.
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