Como David contra Goliat
Los ava guaraní paranaenses fueron desterrados hace 40 años para construir la entonces mayor hidroeléctrica del mundo. A pesar de las amenazas, buscan recuperar sus tierras
Incrustada en el inmenso y furioso río Paraná, se levanta una muralla gris de 196 metros de altura que contiene tanto hormigón que podría rellenar unos 210 estadios de fútbol como el Maracaná. Es la hidroeléctrica Itaipú, la de mayor producción que existe, la más grande de América y la segunda del mundo.
Su lago artificial ocupa unos 170 kilómetros de extensión en línea recta y su nombre significa "la piedra en la que el agua hace ruido" en tupí guaraní, una de las familias lingüísticas más extendidas de América del Sur, aunque en realidad, ese era el nombre que los pueblos originarios de la zona daban a una isla que, como ellos, siempre estuvo allí.
O al menos hasta 1982, cuando el embalse para la nueva represa inundó la isla y 1.500 kilómetros cuadrados de bosques a su alrededor, incluidas las cataratas de mayor volumen de agua del mundo, llamadas Saltos del Guaira en Paraguay y Salto de Sete Quedas en Brasil. Eran el doble de caudalosas que las Cataratas del Niagara o 13 veces más que las Victoria de Zambia. El sonido del agua cayendo podía escucharse a 30 kilómetros de distancia y era un espacio sagrado para las culturas indígenas de la zona.
El lugar era también la mayor atracción turística de Brasil. Su hundimiento fue como el mito griego de la isla Atlántida, que desapareció en un día, pero en este caso fueron necesarios 14 para anegar uno de los mayores espectáculos naturales del planeta y un lugar central para la biodiversidad del continente y de los pueblos guaraníes que lo habitaban desde antes de la colonización europea.
El impacto ambiental y la opinión de los pueblos originarios no preocupaban en absoluto a las dictaduras que en la época gobernaban Brasil y Paraguay. Estos Gobiernos militares y de ideología fascista fueron responsables de decenas de miles de desapariciones forzadas, asesinatos y torturas a opositores, líderes sindicales y campesinos, estudiantes, artistas, y por supuesto, del etnocidio de los pueblos originarios.
“Fue un desalojo, no hubo consulta ni consentimiento de nadie. Nos mintieron. Solo querían que saliésemos todos”, relata Amada Martínez, actual lideresa de la comunidad ava guaraní paranaense Tekoha Sauce. Martínez, de 34 años y que ha vivido en el campo y en la ciudad, cuenta la odisea que sus familiares sufrieron cuando los militares y funcionarios paraguayos los presionaron para marcharse.
El impacto ambiental y la opinión de los pueblos originarios no preocupaba a las dictaduras que gobernaban Brasil y Paraguay
Por lo menos 38 comunidades de los ava guaraní paranaenses formaron parte de las más de 40.000 personas desplazadas. Aunque son cifras por lo bajo, ya que fueron intencionadamente reducidas, según la relatoría que hizo la Procuradoría General de la República de Brasil al llegar la democracia.
La dictadura del general Alfredo Stroessner en Paraguay, la más prolongada de América del Sur (1954-1989), estableció la expropiación de 165.000 hectáreas de tierras para la creación de la hidroeléctrica paraguayo-brasilera. Con esta excusa, Itaipú expulsó a los ava guaraní, pero no a ganaderos y sojeros, la mayoría brasileños, quienes se quedaron en unas 50.000 hectáreas de terrenos que deberían haber sido parte de la franja de bosques. La construcción de este monstruo energético incluyó compensaciones a los Gobiernos y departamentos de ambos países. Muchos fondos fueron destinados para las comunidades indígenas, pero algunos no llegaron a buen puerto.
El martirio del pueblo del río
A las familias de la aldea Sauce les dijeron que su tierra se inundaría, pero que algún día podrían volver. Algo que no sucedió en casi 40 años. Tampoco llegó a inundarse su territorio. Pero les subieron a un camión de ganado y les llevaron a unas tierras áridas, sin agua ni animales a más de 30 kilómetros de su lugar de origen.
Por décadas sobrevivieron a duras penas en ese yermo, reclamando judicialmente poder volver algún día a su tierra fértil a la vera del río. Cuentan que padecieron hambre y muchas enfermedades y que muchos murieron por eso. Por eso, y por la tristeza.
La cultura milenaria de este pueblo está marcada por el agua dulce, las redes de pesca, los remos y las canoas. Los ava guaraní paranaenses siempre habían vivido de y para esta masa de agua que es tan ancha que parece un mar cuando la línea del horizonte oculta la otra orilla en muchos tramos. “Hasta el año 1973 nuestro único camino era el río Paraná”, recuerda Julio Martínez, padre de Amada, quien, en su juventud, visitaba navegando a otras comunidades como Marangatú, Itembeymi, Alika'y o Pira'y, sin importar si eso era Paraguay o Brasil.
Su otro hijo, Cristóbal Martínez, era aún un niño cuando, allá por 1970, empezaron a llegar los rumores a su aldea de que el Paraná sería represado. “Este es un lugar tradicional de los ava paranaenses. Cuando nos dijeron que las aguas subirían hasta aquí, no les creímos. Siempre habíamos vivido con el río”, explica Cristóbal en un documental publicado recientemente por la realizadora paraguaya Leticia Galeano.
Allí aparece sentado en una hamaca colgada entre dos árboles de mango, mientras un mono de pelo blanco corretea y salta en su regazo como si fuera un bebé. Habla en guaraní, lengua milenaria que la mayoría de la población paraguaya utiliza actualmente y que es oficial junto al español.
38 comunidades de los ava guaraní paranaenses fueron parte de las más de 40.000 personas desplazadas por la construcción de la represa
La comunidad Sauce convivía con el bosque sin dañarlo y cultivaba sus hortalizas, criaba cerdos y burros en esta tierra de abundantes monos, coatíes y jaguares —yaguareté en guaraní, que significa perro auténtico, frente a jaguá, que es como se le dice al perro traído por los colonizadores españoles y portugueses—. Pero con la construcción de la represa todo cambió. “Nuestros hijos ya no ven esos animales”, lamenta Julio.
Por eso, en 2016, hartos de esperar, decidieron regresar a su tierra prometida. Las familias de Tekoha Sauce peregrinaron entonces hasta la reserva natural que rodea la represa, recorrieron el bosque y el río esquivando a los guardias de seguridad y se instalaron cerca del Paraná, a pocos kilómetros de la hidroeléctrica que abastece aproximadamente al 30% de los 200 millones de habitantes de Brasil, y a todo Paraguay.
Pero el momento duró poco. Al cabo de unos meses, un dispositivo policial que incluía unidades especiales y fiscales apareció allí una madrugada y prendió fuego a sus casas y al templo de madera. A gritos y golpes fueron expulsados de nuevo.
Aguantaron un tormento de idas y venidas a las instituciones públicas de la capital sin encontrar respuestas ni apoyo. Son 65 familias compuestas en su mayoría por mujeres, niñas, niños y adolescentes y que sobrevivieron casi como indigentes a pasos de su bosque lleno de recursos sin poder entrar en él y sin poder cultivar su propia comida.
Como no tenían ya nada que perder, lo volvieron a hacer. En 2018, reingresaron en su territorio ancestral y se instalaron a las puertas en la reserva natural Limoy, que la Itaipú mantiene en el área de protección ambiental a su alrededor.
Jurisprudencia internacional, a favor de los ava
“Las normas internacionales de derechos humanos y la Constitución de la actual democracia paraguaya protegen a los poblaciones indígenas. Por eso no pueden ser desalojadas y tampoco realizarse modificaciones en su territorio sin el consentimiento libre e informado de la comunidad”, manifiestan desde Amnistía Internacional y la plataforma paraguaya Tekoha Sauce Resiste.
Estas organizaciones acompañan la reclamación de la comunidad Tekoha Sauce junto a la Federación por la Autodeterminación de los Pueblos Indígenas (FAPI) y la Asociación de Comunidades Indígenas Guaraníes de Alto Paraná (Acigap), para que el Gobierno paraguayo medie con la hidroeléctrica. Pero la Itaipú les ha denunciado judicialmente en Paraguay y pide su desalojo.
El Frente Guazú, la tercera fuerza política del Senado paraguayo, llevó el caso a la Cámara de Senadores para que lo investigase. Según las pruebas mostradas a los demás legisladores, mientras Itaipú pretende que las familias ava guaraní se vayan, ha cedido partes de la reserva a empresarios agroindustriales.
Una investigación del diario paraguayo Última Hora reveló que en la misma reserva a la que no dejan pasar a los nativos hay un puerto que funciona hace 20 años con un embarcadero de camiones de gran porte que requirió la deforestación de dos hectáreas. Además, la misma empresa binancional reconoce que en la franja de protección natural hay 24 cesiones vigentes y otras 26 en trámite a clubes de pesca, de eco aventura y más emprendimientos privados que usan embarcaciones de motor.
La Itaipú respondió recientemente a estas acusaciones en un informe enviado al Senado paraguayo. En él asegura que desde la época de la construcción “cumplió lo acordado con las instituciones gubernamentales y no gubernamentales involucradas, afines a las comunidades indígenas y a todas las legislaciones nacionales e internacionales vigentes de la época”.
Sobre la comunidad Sauce, Itaipú asegura que compró tierras para reasentar a los indígenas por valor de 15 millones de dólares, pero los lugares que indica ya eran espacios donde vivían otros pueblos nativos, o que pertenecían a la Iglesia o al Estado, y los títulos de los terrenos nunca llegaron a estar a nombre de la comunidad en cuestión. Itaipú dice también que en los últimos años desarrolló “acciones socioambientales” por un valor de 600.000 dólares.
En Tekoha Sauce viven con temor a los guardias de la empresa binacional. Y su miedo es fundado
El trayecto a Sauce consiste en eternos kilómetros de caminos de tierra colorada y un paisaje sin fin de tierra moribunda. Casi no queda alrededor naturaleza nativa. La única infraestructura que se ve son los gigantescos silos de semillas y, a veces, alguna gran mansión de campo. El último pueblo más cercano está habitado por brasileños o brasiguayos que tienen toda la cartelería en portugués.
En Tekoha Sauce viven con temor a los guardias de la empresa binacional. Y su miedo es fundado. Permanecen en un precario asentamiento ubicado en un camino entre la reserva de Itaipú y una inmensa plantación mecanizada de soja del empresario Germán Hutz, que usa 80 hectáreas de tierras fiscales cerca de la reserva, según un estudio realizado por el perito antropólogo y expresidente del Instituto Paraguayo del Indígena (Indi), Jorge Servín.
Este informe asegura que la Itaipú Binacional debería resarcir por lo menos con 5.000 hectáreas a la comunidad Tekoha Sauce o, de lo contrario, se expone a una demanda internacional ante organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
El 8 de agosto de 2018, Amada Martínez, su hermana, su hijo, dos sobrinos menores de edad y un taxista fueron perseguidos e interceptados al salir de su comunidad por una camioneta con el logo de la hidroeléctrica Itaipú Binacional y cinco hombres a bordo. Tres de ellos, armados con escopetas y un revólver, bajaron de la camioneta portando pasamontañas y uniforme de guardabosques. Mientras uno apuntaba a Martínez al rostro con una escopeta, otro la amenazó diciéndole que ya la encontrarían sola en el camino y que era una “mujer bocona”, según un informe de Amnistía Internacional.
Los ava guaraní tienen ahí unos pocos animales como perros, cabras y gallinas. Los niños nadan en el río, aunque la Itaipú ha prohibido a la comunidad pescar en él. Tienen dos pozos de agua construidos por ellos mismos, cocinan a leña y no tienen energía eléctrica. La situación es muy difícil para la comunidad que solo pide una salida negociada con el Estado que les ignoró por siempre.
La Itaipú ofrece a los turistas una visita a su museo llamado precisamente Tierra Guaraní. Y como si fuera una broma macabra o una declaración de intenciones, allí están, en una esquinita de una sala, entre vidrieras y cartelitos con mucha información histórica, muñecos de hombres y mujeres ava guaraní vestidos con taparrabos, como si fueran neandertales y se hubieran extinguido. Como si no fueran personas con derechos, como si no estuvieran ahí afuera luchando por sobrevivir.
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