La última cascanueces
Durante siglos, las 'quebradeiras' de cocos brasileñas han vivido en armonía con la selva amazónica. Su forma de vida está protegida por la ley, pero desde que Jair Bolsonaro fue elegido presidente ya nada la garantiza
Doña Ivonete, una mujer bajita de 64 años y apenas un metro y medio, camina fatigosamente a través de un prado cenagoso. Ante nosotros se extienden hectáreas de tierras de inundación salpicadas de palmas cargadas de frutos. Ivonete luce unas mallas con estampado de flores y de sus hombros cuelga una camiseta amarilla con un dibujo de Mickey Mouse. Sin dejar de hundirnos en el agua profunda y marrón, tiramos de nuestras chanclas hasta la superficie salpicándonos la espalda de barro. Al cabo de un rato llegamos a una valla. Doña Ivonete se abre paso a través de los postes y reconoce la zona de un vistazo. Caídas al pie de una palma hay varias nueces de babasú del tamaño de un puño. La nuez babasú es una especie de coco más pequeño y compacto que los que conocemos en Europa. Ivonete las recoge en un viejo saco de arroz, se las carga en la cabeza y avanza a lo largo de la valla.
En medio de una planicie asoma un bidón alto, metálico, que arroja una espesa humareda. Hay un montón de carbón rodeado de palmas resecas con la copa amarilla y el tronco ennegrecido. "Las han envenenado", explica. "Hacen agujeros en el tronco y les inyectan un herbicida". Ivonete cruza las manos a la espalda y mira fijamente la columna de humo. Por el suelo hay sacos de arroz con varios centenares de nueces de babasú, y en la hierba se aprecian huellas recientes. "Aquí nadie dejaría un fuego sin vigilancia", afirma, refiriéndose a que alguien tiene que haberse escabullido del lugar.
Ivonete es una de las líderes de la quebradeiras de coco babaçu. Las organizaciones de mujeres de la Amazonia brasileña que conviven con las palmas y extraen de ellas su sustento se refieren a ella respetuosamente como "madre". Se alimentan de las nueces del árbol, extraen leche de su carne, se lavan con el jabón elaborado con su grasa, cocinan con carbón hecho con la cáscara del fruto y construyen casas con el tronco y tejados con las hojas. También venden su aceite, incluso a Europa, donde se puede encontrar en cremas, champús y otros productos para el cuidado de la piel en DM y Rossmann en Alemania o The Body Shop en Inglaterra, o donde marcas como Nivea utilizan derivados del babasú. Desde que las cadenas europeas descubrieron el aceite, su demanda se ha disparado, y el precio del kilo ha pasado de dos céntimos a los 2,5 reales actuales (el equivalente a 80 céntimos de euro), lo cual supone un aumento de más del 100%. Ivonete, entre otros, asegura que buena parte de las ganancias se las quedan las mujeres que lo producen.
Al igual que los resineros del caucho o las sociedades cazadoras, las cascanueces babasú viven de recolectar y vender materias primas sin perturbar el entorno del que las toman. Algunas —el colectivo suma alrededor de un millón de mujeres— se consideran guardianas de la selva. Su forma de vida está protegida en muchas zonas, que representan más de la mitad de las reservas naturales del Amazonas. Durante décadas, el uso sostenible de la tierra se ha opuesto a la deforestación para la ganadería, y las guardianas han resistido a los granjeros en un conflicto que quizá ya haya quedado decidido a favor de los grupos de presión agrícolas.
La noche de octubre de 2018 en la que Jair Bolsonaro fue elegido presidente, centenares de agricultores se congregaron junto al límite de la reserva donde vive doña Ivonete, desfilando con motosierras y tractores por los caminos de gravilla. En su campaña electoral, Bolsonaro prometió "revisar" las reservas naturales, a las que se refirió como "tierras improductivas", con el fin de acabar con su condición de zonas protegidas allí donde él considere que obstaculizan el progreso. Es el caso de la reserva de esta mujer, en la que viven su madre de 96 años, sus cuatro hijos, más de una docena de nietos y un bisnieto. Las tierras hogar de todos ellos han sido tasadas por decreto, y su condición puede quedar anulada. Para ello bastaría con la sola firma del presidente.
La reserva Resex Extremo Norte se encuentra en una zona que comprende territorios de los estados brasileños de Tocantins, Pará y Maranhão. La región es una de las más pobres del país, y en ella solo prospera la ganadería. Partiendo de Emperatriz, su única ciudad, en la que una de cada dos tiendas vende equipos agrícolas y semillas, recorremos unos 90 kilómetros en camioneta hasta la reserva. El calor es abrasador, la luz cegadora, y no sopla ni la más ligera brisa. A un lado y otro de la carretera domina la paleta implacable de suelos marrones y cielos azules de las tierras deforestadas. Entre miles de cabezas de ganado se alzan solitarias palmas babasú de hasta 30 metros de altura que pueden llegar a estar cargadas con 600 cocos.
Estos árboles son el símbolo de la región, protegido por ley. La tala de uno de ellos se castiga con una multa de 10.000 reales brasileños, equivalentes a 2.500 euros. La legislación sobre medio ambiente de la cuenca amazónica establece que el 80% de las tierras de propiedad privada no se puede explotar, sino que hay que dejarlas en su estado natural, pero casi nadie la cumple. Detrás de una valla electrificada se extienden los campos agrícolas en los que no crecen apenas palmas. Después de otras dos horas conduciendo, los pastos empiezan a dejar paso a las palmeras babasú. Llegamos a la reserva, donde la luz es sensiblemente más suave y la temperatura más agradable.
Miles de cocos babasú
Doña Ivonete viven en un hogar, sencillo y colorido, en el centro de Carrasco Bonito. En la terraza, la confusión reina de la mañana a la noche: varios familiares duermen en hamacas, los niños juegan con trompos, y los gatos, los perros, las gallinas y los pavos parlotean al mismo tiempo mientras los clientes acuden a comprar aceite de babasú. A veces la casa atestada la saca de quicio. A última hora de la tarde, se sienta en una silla al borde de la terraza a mirar los limeros del patio y a fumar. De repente se pone de pie e indica por gestos que la sigamos a la camioneta.
A cinco minutos en coche, aparecen miles de nueces babasú encima de una tabla. Doña Nega, una mujer fuerte y sonriente bien entrada en la sesentena, está sentada en el suelo. Sujeta el mango de un hacha con la parte posterior de la rodilla, pone una con su eje longitudinal en contacto con la hoja de la herramienta, y golpea el fruto contra el filo con un segundo movimiento de palanca fuerte y preciso. Luego le da la vuelta y vuelve a golpearlo cuatro, seis, ocho veces. Con cada golpe se desprende de la carne del coco un delgado gajo blanco de menos de 10 gramos. En el mejor de los casos, Doña Nega produce 50 kilos de estos gajos en una semana.
Al igual que los resineros del caucho o las sociedades cazadoras, las rompedoras de coco babasú viven de recolectar y vender materias primas sin perturbar el entorno del que las toman
Doña Ivonete está sentada en un silla cerca del montón de trozos. Coge un puñado y lo evalúa mientras su compañera sigue cortando. El trabajo tradicional con los cocos es laborioso. El jabón, la grasa y el carbón que elaboran las quebradeiras son productos artesanales hechos a mano. Hasta hace poco, en la reserva donde vive Ivonete no existía un mercado viable. En 2017, esta líder comunitaria creó un colectivo que administraba la cosecha de 200 rompedoras e incrementó los ingresos de las mujeres en un 60%. Desde entonces, las tareas de la recolectora ya no consisten en romper los frutos, sino que se centran en la contabilidad, las ventas, la distribución y la producción de aceite. Hace un año compró una prensa eléctrica con el apoyo de un representante del Ministerio de Medio Ambiente.
Las mujeres siguen empleando métodos sostenibles, aunque modernizados. Recogen los frutos que han caído y podan la copa de manera que los árboles se puedan recuperar; elaboran el carbón a partir de la cáscara de los cocos en vez de usar el tronco de la palma, y rodean todo el pueblo para no sobreexplotar ningún árbol. Cuando Ivonete era joven, este modo de vida era sinónimo de pobreza extrema. El intermediario local fijaba el precio definitivo: dos céntimos por kilo de coco troceado. Ivonete y su marido intercambiaban los trozos por una cucharada de café o de azúcar. Su marido, al igual que la mayoría de los de las rompedoras, cultivaba un pequeño huerto en las tierras no inscritas en el registro que había cerca de su cabaña. La quebradeira recuerda que "la única tierra que teníamos era la que se nos quedaba debajo de las uñas".
En la década de 1980, el Gobierno brasileño empezó a subvencionar la ganadería y a distribuir títulos de propiedad a pequeños agricultores del sur. Llegaron los caballos y las vacas, las máquinas y los todoterrenos. De repente resultó que las palmas estaban en tierras de propiedad privada, y en pocos años casi todo quedó encerrado en una valla. "Por aquel entonces, los agricultores nos dejaban nuestros huertos y nuestras palmas", cuenta Ivonete. "El único problema era cómo librarnos del ganado descarriado". Los granjeros y las rompedoras de cocos llegaron al acuerdo de no interponerse en sus respectivos caminos.
El Estado hizo dos promesas al mismo tiempo. En la Cumbre de la Tierra celebrada en Río de Janeiro en 1992, Brasil se presentó como el guardián de la biodiversidad y declaró cientos de áreas protegidas. A menudo, se limitaban a sobrevolar las zonas y delimitarlas desde los aviones. Este mismo método fue el que se empleó para declarar la protección de Extremo Norte por decreto. El Estado prometió comprar tierras a los agricultores y entregársela a las recolectoras. Cuando la cumbre terminó, las promesas se olvidaron.
Raimunda, una rompedora de cocos de la zona, se pudo en contacto con Chico Mendes, líder de los caucheros, y se unió a la red formada por el Movimiento de los Trabajadores Rurales sin Tierra, los sindicatos y los partidos de izquierdas. Empezó la guerra. Los propietarios de tierras contrataron mercenarios, conocidos como pistoleiros, y la policía contraatacó con los escuadrones de la muerte. Murieron agricultores, recolectores, políticos, curas, madres, niños, y cualquiera que formase parte del bando contrario. Por todas partes, los murales y los grandes cementerios recuerdan las consecuencias de la matanza, y una tensión palpable que presagia la violencia se extiende por los márgenes de la cuenca amazónica.
A la entrada de su explotación agrícola, abierta entre vallas de ramas entrelazadas, encontramos a Carlos Augusta. Tiene 51 años, la piel bronceada y mide 1,6 metros de estatura y prácticamente otro tanto de espalda. De ahí el apodo de Baixinho con que lo conocen los lugareños. Augusta nos guía entre palmas resecas. "Estas las envenené yo", explica, en referencia al uso de herbicidas, y añade lo caro que resulta. "Un litro de picloram cuesta 100 reales, a lo que hay que añadir 20 litros de gasoil para diluirlo. Eso solo para una planta". Según el agricultor, a fin de cuentas es mejor que tener que talar sus gruesos troncos.
Conocimos a Baixinho porque nos lo presentó Ivonete. No son amigos, pero hablan de vez en cuando, ya que hace tiempo que se conocen. La primera vez que se vieron fue en 1992, cuando el hombre llegó a la zona "sin nada más que pelo en la cabeza", como explica. Actualmente es rico: tiene 600 hectáreas de tierra, 1.000 cabezas de ganado y emplea a una docena de vaqueros. Ivonete evita enfrentarse a él. En cuanto empieza a hablar de política, ella se calla o se levanta y se pone a examinar el patio con toda su atención.
En 2018, Brasil perdió 1,3 millones de hectáreas de bosque tropical. Lo que resulta especialmente preocupante es que la totalidad de esta superficie se encuentra dentro o alrededor de zonas protegidas
"La semana pasada me robaron cuatro reses", se queja Augusta, "y la anterior, ocho. Los ladrones llegaron en camiones, entraron en la propiedad abriendo un boquete en la valla, se llevaron los animales y los vendieron en el matadero a 3.000 reales la pieza. Una vez llegué a pillar al presidente del tribunal local robando ganado con la camioneta del juzgado. Aquí no hay autoridad", denuncia el ganadero, "y cuando no se aplica la ley, cada cual tiene que defenderse". Por eso él ha puesto vallas electrificadas para protegerse de los extraños. Muchos otros agricultores también lo han hecho.
El problema es que, debido a la doble promesa del Estado, la tierra es propiedad de Augusta, pero las mujeres también tienen derecho sobre ella. La libertad de acceso de las extractoras, está garantizada por ley desde 1992. Sin embargo, desde las elecciones de octubre de 2018 los agricultores saben que no tienen que temer las consecuencias de no respetarla, así que eso es lo que hacen. En 2018, Brasil perdió 1,3 millones de hectáreas de bosque tropical. Lo que resulta especialmente preocupante es que la totalidad de esta superficie se encuentra dentro o alrededor de zonas protegidas.
En la primera mitad de 2019, después de la toma de posesión de Bolsonaro, la tasa de deforestación aumentó un 60% con respecto al mismo periodo del año anterior. La amenaza que eso supone para el clima del planeta no debe subestimarse. Seiscientos científicos firmaron una carta abierta publicada en la revista Science en la que pedían a la Unión Europea que hiciese depender los acuerdos de libre comercio con Brasil de las condiciones de protección del medio ambiente y los derechos indígenas, precisamente aquello con lo que Jair Bolsonaro quiere acabar.
"Soy bolsonarista", reconoce Augusta. "Toda mi vida he votado a mandatarios corruptos. Al menos esta vez tengo la esperanza de que no lo sea". Sentado en una silla plegable en el porche de su casa, Baixinho se golpea la palma de la mano con el puño. "Una cosa es segura: necesitamos orden. Como antes", proclama mirándonos con aire de cautela. "Lo que la gente llama 'dictadura", afirma marcando unas imaginarias comillas con las manos para enfatizar la palabra, "yo lo llamo orden y seguridad".
Ivonete toma la delantera, y por un momento quedamos fuera del alcance de su oído. Augusta pide que guarde silencio y se apresura a añadir la clase de comentario adecuado para un titular: "El presidente prometió revisar todas las zonas en las que hay conflictos por la tierra. Ojalá venga aquí. La tierra es valiosa, podemos ganar dinero y hay trabajo. Las empresas, las gasolineras, los supermercados viven de nosotros. Las quebradeiras no hacen más que interferir". Mira con esperanza. "Aquí estamos construyendo el futuro de Brasil", sentencia. "Por fin el Gobierno está del lado que tiene que estar. La gente vive de arroz, de judías y de carne, no de cocos".
Es habitual escuchar a los agricultores elogiar públicamente la dictadura militar y expresar su esperanza de que regrese. Ellas, por su parte, lamentan la degradación de los agricultores actuales, convertidos en codiciosos expoliadores de la tierra, no como sus respetables antecesores. Cuando los seguidores de Bolsonaro condujeron sus tractores a través de Carrasco Bonito, los agricultores empezaron a tomar posesión, a levantar vallas y a declararlas enemigas. La organización de rompedoras de cocos se cerró, ya que tenían miedo de celebrar reuniones públicas, y las autoridades que supervisaban la reserva están disueltas de hecho, ya que el Gobierno retiró cualquier poder efectivo al Ministerio de Medio Ambiente.
Mientras tanto, la división se ha extendido entre las quebradeiras debido a que algunas han aceptado (por resignación, según dicen ellas mismas) el apoyo de una empresa de celulosa con plantaciones de eucalipto en la zona. La compañía construye centros comunitarios, renueva las casas, ayuda a vender los derivados del coco babasú, y se congratula por todo ello. A los que compartieron la dura lucha de Dona Raimunda y el Movimiento de los Sin Tierra, les resulta insoportable el congraciarse con ellos.
Bastaría una chispa para prender un fuego que vendría a añadir nuevas cifras a las estadísticas precedentes: en 2017, un total de 71 personas murieron en conflictos relacionados con la tierra, más de la mitad en el estado de Pará, que linda con Extremo Norte. Las víctimas eran extractores, unionistas, sacerdotes que les ayudaban o abogados que defendían sus derechos. Dona Ivonete todavía recuerda lo que pasó en su pueblo. En la década de 1990, tres granjeros mataron a un cura. En Carrasco Bonito, todo el mundo sabe quiénes fueron los asesinos del padre Józinho. Desde las elecciones es evidente que algo así puede volver a ocurrir en cualquier momento.
Con el jefe de la unión de agricultores
Freidimar Sousa tiene 39 años. Su estatura impresiona, y su aspecto y su manera de hablar son los de una persona mucho mayor. Se expresa despacio, y suele terminar las frases con un "¿Entiende?". El jefe de la unión de agricultores saca un mapa, lo abre y lo recorre con el dedo. "Estas tierras me pertenecen, pero hasta hace poco no se me permitía poner nada en ellas sin el permiso de la administración de la reserva, que lo rechazaba todo". Luego saca un montón de papeles de color amarillo. "Cada pocas semanas se presentaban allí, delante de la entrada, acompañados por policías armados, y repartían multas de 10.000 o 20.000 reales". En las notificaciones se leen acusaciones poco precisas, como deforestación o apropiación de tierras. Desde las elecciones no ha habido ningún control de calidad, porque ahora la dirección de la reserva necesita el permiso del Ministerio de Medio Ambiente de Bolsonaro para vigilar las actuaciones.
"Cuando se creó la reserva en 1992, el Estado nos prometió compensaciones para que pudiésemos trabajar en paz en otro sitio", denuncia Sousa. Las rompedoras de cocos también tenían que poder vivir libremente a su manera. Sin embargo, desde entonces, el Estado solamente ha revertido a los extractores una de las 89 reservas. "No tiene dinero", afirma Sousa, "así que vive de las multas". Nuestro anfitrión lleva poniendo pleitos al Ministerio de Medio Ambiente desde 2017. "Luchamos contra las malas prácticas, ¿entiende? Igual que las quebradeiras", zanja.
En las tierras de Freidimar Sousa crecen miles de palmas babasú. Él no las envenena. Su cuñada es rompedora de cocos. "Ninguno de nosotros tiene nada en contra de las quebradeiras", afirma en un tono poco convincente, "pero la tierra se puede aprovechar mejor". Sousa ha estudiado economía aplicada a la agricultura y dice que el azaí, el cacao, la papaya, los cacahuetes y el anacardo, todos ellos frutos que crecen en la Amazonia y que han sido recolectados durante siglos por las extractoras, hoy en día son productos del mercado global cultivados por agricultores profesionales, algunos en grandes campos, y otros en la selva virgen utilizando métodos similares a los de las extractoras. Lo mismo se podría hacer con el coco babasú. "Entonces no necesitaríamos esta maldita reserva, ¿entiende?".
Unos días antes, durante nuestra excursión a las palmas babasú a través del lodo, Ivonete se paró delante de una valla electrificada. Nos explicó que el día anterior dos mujeres habían sufrido una descarga en la finca de Baixinho, pero que allí no debería haber peligro. Cuando le preguntamos por qué, la mujer se deslizó a través de los postes, se alisó la camiseta de Mickey Mouse e hizo un gesto amplio con la mano: "Esto es propiedad de Seu Mouriço", su vecino más antiguo. "Cuando llegó aquí en la década de 1970, antes que los demás agricultores, tuvo que buscar la manera de sobrevivir", y lo primero que hizo en sus tierras fue partir cocos.
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