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Columna
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¿Vino Jesús a liberarnos de las religiones?

Hay una Iglesia misógina que sigue tristemente viva 2.000 años y que el revolucionario Papa Francisco forcejea por devolverle el soplo de libertad

Juan Arias
La portada de una Biblia.
La portada de una Biblia. Getty Images

Podría parecer una paradoja, pero existe un consenso entre los biblistas más abiertos de hoy en defender que el profeta judío, Jesús de Nazaret, vino, más que a crear una nueva religión de las cenizas del viejo judaísmo, a abolir todas las religiones consideradas por él como un corsé que impiden vivir en plena libertad de espíritu nuestro encuentro con el misterio.

Hasta el punto que hoy se da por hecho que la llamada religión católica o cristiana, con su estructura oficial, sus jerarquías y su exclusión de la mujer de altar, no fue fundada por Jesús. Se trató más bien de una elaboración teórica de Paolo de Tarso, que de perseguidor primero de los cristianos, a los que arrancaba de sus casas para condenarlos a la muerte de la lapidación y después de los judíos, se autoproclamó el teórico de la teología de la cruz y del pecado.

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Los hechos y la doctrina de Jesús en su breve carrera de apóstol itinerante que “no tenía donde reclinar la cabeza”, ni casa ni familia fuera del pequeño grupo de discípulos y de mujeres que le seguían en sus correrías anunciando que un Nuevo Reino estaba llegando, intrigó ya entonces a importantes fariseos e intelectuales como Nicodemo que tuvo curiosidad de encontrarse con el Maestro para saber de primera persona qué nuevo reino anunciaba. Pidió así para encontrarse con él, a escondidas, de noche. El diálogo entre ambos es conocido y enigmático.

Jesús era un buen israelí que practicaba la ley de Moisés, pero aún dentro de su fe fue un iconoclasta ya que arremetía contra preceptos claves del judaísmo como el respeto al sábado. Jesús les decía que el hombre y sus necesidades están por encima de todas las leyes. Y les provocaba a los discípulos a quebrar el precepto del sábado si se trataba de salvar una vida o de alimentarse cuando se estaba con hambre.

Cuando inició su predicación, aquel profeta de lo imposible dejó entender enseguida que rechazaba las disputas bizantinas entre los seguidores de las religiones oficiales ya que la verdadera religión es la que tiene al hombre y a sus exigencias más profundas como centro de todos los intereses y por encima de todas las leyes.

Jesús, en un gesto de protesta contra quienes en nombre de Dios explotaban la buena fe de los judíos simples que se endeudaban para comprar los animales para sacrificarlos en el altar de Dios, entró en la sacralidad del Templo de Jerusalén y empezó a echar bocabajo las mesas de los vendedores de animales para los sacrificios. Jesús no fue diplomático. Tras comparar al Templo sagrado con una “cueva de ladrones” donde se explotaba a los más pobres, salió de allí y poco después fue buscado en el Huerto de los Olivos donde se apartaba con sus discípulos. Fue llevado a juicio, condenado y crucificado.

Fueron numerosos los gestos de protesta de Jesús contra quienes instrumentalizaban la religión para enriquecerse personalmente. Y era tajante con quienes entablaban una disputa para probar que su Dios era mejor que el de su vecino. Una mañana se encontró con una mujer samaritana a la vera de un pozo. Entablaron una conversación que escandalizó a los apóstoles al ver a él, judío, en la calle, conversando a solas con una mujer. Los samaritanos eran considerados enemigos del judaísmo y hasta tenían su templo para rendir culto a Dios. Jesús fue tajante con ella haciéndole ver que todas aquellas discusiones eran inútiles. “Llegará el día en que los creyentes en Dios no ofrecerán sacrificios en este templo u en otro. Lo harán en espíritu y en verdad”, le dijo a la mujer que ya había tenido cinco maridos.

Fue allí y entonces donde Jesús dio el primer golpe mortal contra los templos, iglesias o catedrales que erigirían en su nombre. Para Jesús, el mejor templo para adorar y dar gracias a Dios es el propio corazón, o la naturaleza como tal sin necesidad de levantar templos e iglesias y menos lujosos y faraónico. Exaltaba la libertad de los lirios del campo y de los pájaros del cielo que no tenían que preocuparse de como vestirse o alimentarse. La naturaleza se encargaba de ello. Eran metáforas que Jesús usaba a favor de la libertad de espíritu.

De hecho, las primeras comunidades cristianas que se fueron creando tras la muerte de Jesús sabían muy bien que a Dios se le adoraba en “espíritu y en verdad”, en cualquier lugar, ya que todo el universo es el gran templo de Dios. Y así las primeras reuniones de los cristianos, pobres y ricos juntos, que colocaban sobre la mesa lo poco o mucho que tenían, eran sus propias casas, sobre todo las de las mujeres que en el primer siglo del cristianismo eran las principales líderes del nuevo movimiento revolucionario.

Sería más tarde la Iglesia ya organizada y estructurada por Pablo quien las alejaría del de la jerarquía y del convivio eucarístico, negándoles la posibilidad de consagrar o de perdonar los pecados.

Surgió enseguida una Iglesia misógina que sigue tristemente viva 2.000 y que el revolucionario Papa Francisco forcejea por devolverle el soplo de libertad de los primeros seguidores del profeta que era el poeta de la vida más que de la muerte a la que simbólicamente derrotó con la parábola de la resurrección. Ello si los fariseos de los palacios vaticanos se le permitirán.

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