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Tierra de locos
Columna
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El muy incómodo lugar de Cristina Kirchner

Argentina tiene problemas muy serios. Si a ello se le agrega que, desde el día uno, el nuevo Gobierno exhibe grietas entre el presidente y su figura más poderosa, tal vez los problemas se agraven

Ernesto Tenembaum
Alberto Fernandez y Cristina Kirchner en Buenos Aires el pasado diez de diciembre.
Alberto Fernandez y Cristina Kirchner en Buenos Aires el pasado diez de diciembre.Reuters

Hasta el martes pasado, Gabriela Michetti fue la vicepresidenta de Mauricio Macri. La Constitución argentina establece que el vicepresidente es, al mismo tiempo, quien preside el Congreso y, como tal, le tiene que tomar juramento al presidente electo que, en este caso, sería el peronista Alberto Fernández. Michetti y Fernández protagonizaron una escena increíble. Ambos pertenecen a las dos fuerzas políticas mayoritarias de la Argentina que, en la última década, se han tratado como perro y gato. Para unos —los de Michetti—, los otros —los de Fernández— eran una banda de ladrones. Para los otros, los unos era un grupo de oligarcas y vendepatrias. No había tregua.

Michetti sufrió hace unos años un accidente que la dejó lisiada: por eso anda de aquí para allá en silla de ruedas. Así esperó al nuevo presidente en la entrada del Parlamento. Cuando él llegó, le dio un beso y, de repente, se puso a espaldas de ella y condujo su silla de ruedas hasta el recinto donde esperaban los legisladores. Por una cuestión de autoestima, ella nunca se deja ayudar: esta vez hizo una excepción.

Para quien haya vivido en los últimos años en este país, esa imagen parece extrañísima, inesperada, sorprendente, de otro planeta. En medio del griterío y de las acusaciones más humillantes, el nuevo presidente peronista humanizó a la vicepresidenta macrista, y viceversa. Por un momento, no parecían un "ladrón" y una "oligarca" sino, apenas, dos seres humanos que se respetan a pesar de las diferencias. Y la cosa no terminó allí.

Unos minutos después llegó el delicadísimo momento en el que Macri debía colocarle a Fernández la banda presidencial y entregarle el bastón de mando frente a una legislatura repleta de peronistas eufóricos. Hace cuatro años, esa ceremonia no se pudo realizar por diferencias entre Cristina Kirchner y Mauricio Macri: los dos se odiaban y ninguno puso demasiados esfuerzos por resolver las diferencias. Esta vez, no solo ocurrió lo que correspondía. Luego de las formalidades, Fernández y Macri se confundieron en un abrazo largo: les costaba desprenderse.

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Unos días antes, Fernández había dicho de Macri: "Miramos el país de manera muy diferente. Por momentos, parece que vivimos en países distintos. Pero en estos tres meses de larga transición pudimos trabajar para que no hubiera mayores turbulencias. Hablamos muchas veces y nuestros equipos trabajaron juntos y en silencio, como muchas veces se deben hacer las cosas".

Este tipo de gestos, de un lado y del otro, coronaron una transición prolija y democrática, en el contexto de una región donde la democracia empieza a tener problemas gravísimos, si se mira lo que ocurre en Venezuela, Chile, Bolivia o Brasil. La dirigencia argentina empieza a dar señales muy claras de que ha entendido los costos de la polarización extrema. "Eso nos lleva al abismo", dijo Fernández en su discurso de asunción.

El problema de este enfoque es que alguien no está de acuerdo. Y es nada menos que Cristina Fernández de Kirchner, la vicepresidenta de la Argentina, probablemente la política más popular y, por si fuera poco, la persona que designó a Fernández como candidato a presidente. Su fastidio se pudo ver en el mismo acto en que Fernández empujó la silla de ruedas de Michetti y se abrazó con Macri. En el momento en que este estiró la mano para saludarla, Cristina se la aceptó por una décima de segundo, puso la peor de sus caras y le dio la espalda. Luego, debió escuchar durante largos minutos el discurso conciliador del nuevo presidente. Por la noche, cuando le tocó hablar frente a una multitud, le advirtió a Fernández que no se olvidara de su pueblo. Pocas veces, en el primer día de un Gobierno, se pudieron percibir de manera tan clara las diferencias de enfoque entre un presidente y su vice.

Cristina no es solo una vicepresidenta: es también una líder. Para que el peronismo volviera al poder, decidió designar a alguien que piensa distinto a ella y lo colocó en el rol central. Ahora, ella, que ocupó siempre el centro de la escena, debe decidir si se amiga o se pelea con su propia decisión: ¿aceptará que ella sigue siendo una líder poderosa pero el presidente es otro, y que ese presidente piensa distinto de ella en algunos puntos que para ella son nodales? ¿O pataleará hasta debilitarlo, como lo hizo claramente el primer día, y ante todo el país?

"Tendré cualquier defecto, pero no soy hipócrita ni mentirosa", dijo en estos días. Se trata de una afirmación que muchos argentinos discutirían. Pero, en cualquier caso, la alternativa que tiene por delante no es la de ser falsa o sincera, sino la de apoyar o debilitar al presidente que ella creó y que, ahora que es presidente, marca su propio estilo.

La Argentina tiene problemas muy serios. Si a ello se le agrega que, desde el día uno, el nuevo Gobierno exhibe grietas entre el presidente y su figura más poderosa, tal vez los problemas se agraven. Es mucho lo que depende de que estas dos figuras puedan tramitar civilizadamente sus diferencias.

Mientras tanto, en medio de un país que celebra los sones de paz, ella baila sola. Intensa, incómoda, magnética e intransigente, siempre en carne viva: para bien o para mal, un fuego que no se apaga.

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