Evo Morales y el crepúsculo de las democracias
Algo está cambiando y no para mejor. Uno de los consensos de las democracias renacidas en los ochenta consistía en reducir el rol del Ejército al ámbito específicamente militar
El domingo pasado, cuando Evo Morales anunció su renuncia luego de un ultimátum militar, muchas personas recibieron una señal muy precisa desde su memoria emotiva. Un escozor, un pequeño temblor en la espalda, un toquecito de miedo que parecía olvidado: ¿no será que nuestro continente está volviendo a las andadas? ¿no será que lo que ocurre en Bolivia empezará a suceder en los otros países? Para colmo, un día después, el presidente Donald Trump se ocupó de justificar todos los miedos al elogiar el rol del ejército boliviano. Un pronunciamiento militar, con respaldo norteamericano, produce la caída de un gobernante de izquierda en Latinoamérica: parece un déjà vú de la Guerra Fría, una imagen de otros tiempos, una pesadilla renacida, la resurrección del pinochetismo. Por eso, hay una pregunta obvia: ¿han vuelto los clásicos golpes de estado a la región?
Hay elementos para pensar que algo está cambiando, y no precisamente para mejor. Uno de los consensos básicos de las democracias renacidas en la década del ochenta consistía en reducir el rol del Ejército al ámbito específicamente militar. Durante mucho tiempo, la sociedad estuvo pendiente de la "opinión" de las Fuerzas Armadas sobre los gobiernos democráticos, que tarde o temprano eran derrocados por algún militarote con respaldo de Washington. Eso había cambiado y parecía haber cambiado para siempre. La manera en que cayó Evo Morales y algunos otros episodios demuestran, por primera vez en mucho tiempo que el color verde oliva empieza a ocupar el centro de la escena.
En Bolivia, justamente, fue un pronunciamiento del Ejército el que produjo la renuncia de Morales y, en estas horas, el Ejército intenta controlar todas las calles del país. En Brasil gobierna una camarilla surgida de las Fuerzas Armadas y fue un pronunciamiento militar el que reclamó el fallo que impidió la candidatura de Lula en las últimas elecciones. En el Perú hubo un conflicto entre el presidente y el Congreso, que se saldó luego de que el Ejército emitiera un comunicado a favor del primero: desde entonces, el Parlamento permanece cerrado. En Venezuela, el Ejército tiene un rol completamente partidista: gracias a eso, el régimen encabezado por Nicolás Maduro, que ha cometido atroces violaciones a los derechos humanos, se ha sostenido en el poder. En Chile, el presidente de centro derecha Sebastián Piñera ha sacado al Ejército a reprimir a las multitudes que lo desafían.
Es demasiado temprano para saber si las democracias están terminadas. Pero ya son muchas las situaciones anómalas. En Venezuela hace rato que no hay elecciones limpias. En Honduras y Paraguay dos presidentes fueron derrocados antes de terminar su mandato. En Brasil, Dilma Rouseef fue expulsada antes de tiempo sin ningún argumento sólido y el líder más popular del país no pudo presentarse a las elecciones. En Bolivia, Evo Morales pretendió perpetuarse mediante el fraude electoral y el desconocimiento de la Constitución y fue derrocado por huelgas policiales y pronunciamientos castrenses: en estas horas, se pelea calle por calle.
Uno de los problemas serios que atraviesa el continente es que está dividido en dos bloques que, como quien dice, solo ven la paja en el ojo ajeno. La así llamada centroizquierda, el progresismo, el bolivarianismo, solo ve las irregularidades que los afectan a ellos. Así las cosas, son rápidos para denunciar un golpe de estado en Bolivia pero tartamudean cada vez que se les pregunta por las terribles violaciones a los derechos humanos en Venezuela. Al contrario, la centroderecha es implacable en la denuncia del régimen de Maduro pero calla ante la represión que se produce en Chile o el derrocamiento de Evo Morales. Los primeros no ven nada raro en el intento de fraude de Morales, los segundos no condenan el pronunciamiento militar.
Por momentos, pareciera que todos bailan en la cubierta del Titanic. Mauricio Macri es muy distinto a Jair Bolsonaro pero le consiente todo. Cristina Kirchner es diferente a Nicolás Maduro pero le tolera todo. Y, en ambos casos, esas tolerancias implican la muerte de personas, o el cercenamiento de garantías democráticas básicas, que se repiten cada vez más en el continente y que, si esto sigue así, terminará con ellos mismos. Nadie se da cuenta que tolerar a Maduro permite a otros como él —de derecha o de izquierda— reproducir sus métodos: total, los aliados respaldan cualquier cosa. Y lo mismo cuando se acepta que un militar boliviano le exija a su presidente que renuncie.
Los derechos humanos no deberían defenderse solo cuando son violados los de un aliado. Son un principio universal o no son nada. Y en América del Sur está triunfando esta segunda opción.
Las democracias no han muerto.
Todavía no llegó la noche. Apenas el crepúsculo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.