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Columna
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Guerra, cambio o revolución

El modelo finlandés es un ejemplo que contradice el discurso dominante: derechos o seguridad y progreso

Ramón Lobo
'Quien siembra la miseria, cosecha la ira', reza esta pancarta durante una marcha contra la reforma de las pensiones del Gobierno francés.
'Quien siembra la miseria, cosecha la ira', reza esta pancarta durante una marcha contra la reforma de las pensiones del Gobierno francés.AFP

Sería exagerado proclamar que estamos en los estertores del capitalismo como sistema, pero no de este capitalismo, el que provocó la crisis de 2008, que ya venía libre de marras desde la contrarrevolución conservadora de Thatcher y Reagan. Es un capitalismo que rechaza los controles del Estado porque “el mercado se regula solo”. Se trata del mismo mercado que devora derechos fundamentales (pensiones, sanidad y vivienda) y esconde sus ganancias en los mismos paraísos fiscales que usan los narcos y los traficantes de armas, como explica Roberto Saviano en el documental Push. En ellos se esconde más de un tercio del PIB mundial.

Desde la caída de Lehman Brothers en 2008, la pobreza se ha disparado un 35%. En España el salario real descendió un 30%, hubo reforma laboral y la precariedad se sumó al paro estructural. Los muy ricos son cada vez más ricos y los pobres, cada vez más pobres. Un trabajo medio no permite alquilar una vivienda digna, que pasó de derecho constitucional (artículo 47) a mercancía para la especulación. El modelo del Estado del bienestar que rigió en una parte de Occidente desde 1945 está dejando de funcionar. También hay una involución democrática. Abundan los incendios y los pirómanos en un mundo en el que crecen los partidos de extrema derecha con soluciones simples basadas en el odio al otro. Es un escenario que provoca guerras.

Es falso que el sistema más justo esté basado en la libre competencia porque las cartas están marcadas. La riqueza y sus privilegios se heredan; también pobreza y sus limitaciones. Según un informe de Oxfam, una familia que pertenece al 10% más pobre necesitará 120 años para alcanzar unos ingresos medios.

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Anu Partanen y Trevor Corson firmaron un artículo en The New York Times, en el que ponían al descubierto la paradoja de Finlandia, un país con altos impuestos, elevada protección social y empresas que ganan dinero. Es un ejemplo que contradice el discurso dominante: derechos o seguridad y progreso. ¿Qué une las protestas en Chile, Irak, Líbano, Haití, Irán, Francia, Colombia y Hong Kong? Hay motores comunes, pese a que las causas varían: hartura de un sistema que no funciona debido a la corrupción y unas élites incapaces de ofrecer soluciones. Según el FMI, la diferencia entre un país corrupto y otro que lo es menos es de cuatro puntos del PIB.

Dos movimientos han cobrado fuerza global, el de las mujeres que luchan contra una sociedad patriarcal que no garantiza su seguridad, como en México, que acumula diez feminicidios al día. Y otro que nace motivado por una emergencia climática en la que las empresas contaminantes tienen una gran responsabilidad. De poco sirven las cumbres si los impostores copan el relato y lo llenan de publicidad engañosa. Ningún poder está a salvo protegido por la fuerza y el dinero, necesita de la auctóritas, del prestigio, para sobrevivir.

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