El retorno de Ayub, el drama sin fin del Estrecho
Al menos 26 migrantes murieron hace un año en el naufragio de su patera a punto de alcanzar una playa gaditana. Ayub Mabruk fue uno de ellos. Cinco días después, una ola devolvió su cuerpo. Su familia tardó dos meses en recibirlo. Reconstruimos su vuelta a Marruecos en el aniversario de la tragedia.
EL HERMANO MAYOR de Ayub Mabruk había conseguido conservar la entereza hasta ese instante. Durante los dos meses anteriores se había convertido en el cabeza de familia, como si, el mismo fin de semana en el que perdió a su hermano, su padre y su madre se hubiesen muerto en vida. Pero ahora que, por fin, tras el tan demorado entierro, sus padres parecen haber resucitado de un largo letargo, se desvanece en los brazos de sus amigos, devastado por la constatación de que sí, de que su hermano se había ahogado durante el viaje en patera que solo él, Mohammed, sabía que Ayub había planeado.
Es miércoles, 9 de enero de 2019. Nos encontramos en el funeral de una de las más de mil personas que murieron o desaparecieron intentando alcanzar las costas españolas en 2018, según la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía. Desde que la noticia de su muerte llegó a este barrio marroquí hasta que han podido inhumar el cuerpo de Ayub —21 años, estudiante de Derecho y campeón nacional de kick boxing— han pasado 67 días. Se ahogó el 5 de noviembre de 2018 en la playa de Los Caños de Meca (Cádiz), en el naufragio de una patera que dejó al menos otras 25 víctimas. Ahora nos encontramos en Salé, una ciudad de 400.000 habitantes colindante con la capital de Marruecos, Rabat. “Sé bien por lo que tuvieron que pasar, porque yo también estuve una vez tres días en el mar pensando que iba a morir. Solo que yo no morí”, dice Rachid —nombre ficticio—, que prefiere preservar su anonimato. Él también estuvo a punto de embarcarse en la misma patera que ellos, pero a última hora no lo hizo. Lo cuenta en español para que solo lo podamos entender los dos periodistas. Su madre nos observa creyendo que hablamos de los desaparecidos. Nadie aquí sabe que este muchacho de ojos verdes pudo ser uno de los 21 cadáveres de la tragedia que durante dos meses han ido llegado en ataúdes a este pobrísimo barrio marroquí. Otros cinco han sido recuperados, pero sus cuerpos, y sus familias, permanecen un año después a la espera de que las autoridades españolas realicen su identificación con pruebas de ADN.
El pescador. El 2 de noviembre de 2018 fue el día de salida. En las semanas previas se había extendido el rumor entre los jóvenes de la zona de que un joven pescador se había hartado de la miseria y estaba organizando un viaje en patera a España. Desde el puerto de Salé, en el que trabajaba el marinero, se distingue un barrio de viviendas de lujo, los tranvías urbanos en los que se puede llegar a la nueva estación del tren de alta velocidad y la proliferación de vehículos caros. La juventud marroquí ya no aprende qué es la desigualdad a través de las parabólicas, sino en sus urbes. La movilidad social se les presenta más factible si consiguen llegar a suelo europeo que trabajando en un país que crece un 3% de media anual, pero cuyo paro supera el 25% entre los jóvenes. Por eso le resultó fácil al pescador reclutar a medio centenar de pasajeros en estos barrios, donde el aire apesta a aguas negras y las casas son un catálogo de lo mínimo que se necesita para vivir.
Cuenta Rachid que el pescador les ofreció a sus amigos viajar gratis con él. Los desconocidos pagaron 1.000 euros, dice Anwar Chukri, de 17 años, vecino de Salé y superviviente del naufragio, en una conversación por FaceTime desde uno de los centros de menores de Zaragoza en los que ha estado internado desde entonces. Es la mitad de lo que se difundió en medios que presentaron al patrón de la embarcación como un mafioso. El pescador y otro migrante que fue identificado como su ayudante están acusados de homicidio y tráfico de personas. Sin embargo, las personas allegadas al naufragio consideran que el hombre logró la hazaña de guiar una barcaza decrépita a más de 300 kilómetros navegando durante más de 48 horas. A las tres de la madrugada del lunes 5 de noviembre, cuando la patera estaba a unos 150 metros de la orilla, sus ocupantes se pusieron de pie para celebrar la llegada. Entonces la barca se estrelló contra el Arrecife del Cañaveral, una línea rocosa imperceptible de noche. La barca volcó. Los chavales se golpeaban contra las rocas y la embarcación, desorientándose entre el oleaje, intentando llegar a tierra a brazadas. Unos quedándose atrapados entre las piedras, otros tomando por azar el mejor camino, el de la izquierda, el que, si el patrón hubiese virado su rumbo 20 metros a babor, les hubiese llevado sanos y salvos a tierra. Anwar Chukri dice que intentó ayudar a otros náufragos hasta ver que, desesperados, hundían a sus auxiliadores apoyándose en ellos para intentar mantenerse a flote. “Así se ahogaron muchos, intentando ayudar”, explica. Se salvaron 22.
Los acuerdos suscritos por España con Argelia y Marruecos permiten la rápida devolución a sus países de sus ciudadanos cuando son detenidos. Por eso, al contrario que los de origen subsahariano, no llaman a Salvamento Marítimo y asumen mayores riesgos.
En el caso de este naufragio de Los Caños de Meca, los que alcanzaron la orilla corrieron aturdidos sin saber muy bien hacia dónde. Un vecino cuenta que escuchó ruido en la calle, pero no se atrevió a salir hasta que vio que eran cuatro críos. Estos le hicieron gestos de que tenían hambre. “No les di nada porque no sabía si me acarrearía problemas legales. Afortunadamente, vieron que había un saco de pan en la puerta de un bar. Se lo comieron. Venían hambrientos”, dice. Al amanecer, el vigilante privado de unos apartamentos descubrió una de sus puertas rota. Entró y se encontró a un chaval dormido en una de las camas. Llamó a la Guardia Civil, “y ni cuando entraron a buscarle se despertó. Estaba agotado”, explica.
Aquella mañana fueron detenidos la mayoría de los supervivientes. Los que aparentaban claramente ser menores de edad serían repartidos por centros de acogida, y los que no, serían deportados. El supuesto patrón permanece en prisión preventiva a la espera de juicio y su supuesto ayudante está en libertad provisional. Un hecho que el jurista Diego Boza, experto en migración, explica así: “La dialéctica en torno a la inmigración se construye desde la visión de que hay unos criminales responsables que siempre son otros, nunca los Estados, y por otro lado siempre hay unas víctimas. Así que hay que encontrar a los responsables de esos delitos, cuando en muchos casos los acusados de mafiosos son sujetos con algún conocimiento marítimo y, sencillamente, fueron los que evitaron que la embarcación naufragara”. Y añade: “Lo llevamos advirtiendo mucho tiempo: no siempre se trata de mafias, a menudo son grupos de personas que se organizan para hacer una gestión colectiva de la migración, del viaje. Imputarle a alguien un delito de homicidio por la muerte de personas que se han subido voluntariamente a una barca es un exceso jurídico”.
Un amigo de Ayub vio en la prensa una foto de su cadáver e indagó hasta que se comprobó que era él
Un colega de gimnasio. Fue a través de la llamada de los supervivientes como muchas de las familias supieron que sus hijos habían muerto en una patera. Entre otras, la de Ayub. Cuando el sábado por la mañana descubrieron que no había dormido en casa, llamaron a Mohammed, que estaba pasando el fin de semana con unos amigos. Tenía el móvil apagado. Supusieron que estarían juntos. El domingo, cuando el hermano mayor volvió solo, se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo. La noticia se confirmó cuando otro chaval llamó a su madre para decirle que él estaba vivo, pero que Ayub había muerto. Él lo había agarrado de la mano hasta que se lo llevó una ola. Los que conocían a Mabruk no se lo creían. Era admirado por su madurez.
Su colega de gimnasio Yasine Atuel, de 35 años, cruzó el estrecho de Gibraltar en los bajos de un camión siendo adolescente, hizo su vida en España y, pese a trabajar durante una década, nunca consiguió los papeles. Cuando no pudo soportar más la idea de no volver a abrazar a su madre, se volvió. Así que cuando supo que ese muchacho “serio e inteligente” con el que departía en el gimnasio había perdido la vida, empezó a indagar en la prensa española buscando respuestas.
En la playa de Los Caños, cinco días después del naufragio, unos guardias civiles recogían el noveno cuerpo: una ola había arrastrado el cadáver de Ayub hasta la orilla, a pocos metros de donde se encontraban los fotoperiodistas Javier Bauluz y Julio González. Este último publicó en Diario de Cádiz la instantánea. Cuando Yasine la vio en su web, intuyó que aquel cuerpo atlético y aquel rostro decolorado por la sal y el agua se correspondían con los de su amigo. Llamó al periódico, explicó que creía saber quién era y pidió más fotografías para intentar identificarle. Se las mostró al hermano de Ayub y confirmaron que era él. Llevaba el jersey con el que salió de casa. Cuando se las enseñaron a sus padres, su madre se desmayó y la llevaron al hospital. Cuando Bauluz —autor de las imágenes de este reportaje— leyó esta historia, se apresuró a contactar a Yasine para enviarle sus fotos y ayudarle en la identificación. Su familia quería llevarle de vuelta a casa, pero ninguna autoridad, ni española ni marroquí, se puso en contacto con ellos.
El español y los ataúdes. Es entonces cuando entra en escena Martín Zamora, sin el cual muy probablemente las familias de los pasajeros de esta patera, pero también de cientos de otras embarcaciones, nunca hubiesen recuperado los cuerpos. Nos encontramos con él en la oficina de su funeraria Southern Funeral Assistance, en Los Barrios (Cádiz). Son las doce de la mañana del 8 de enero, dos meses después de que el mar devolviese el cadáver de Ayub, que descansa ahora en el ataúd que Zamora está introduciendo en la furgoneta fúnebre. A su lado reposa el de otro de los muertos. En breve, en la bodega de un ferri, cruzarán en una hora los 14 kilómetros que separan, en su punto más estrecho, África de Europa. Cruzarlos le ha costado la vida, según la ONG Andalucía Acoge, a más de 7.000 personas desde 1988, cuando apareció el primer cadáver en las costas andaluzas por el naufragio de una patera.
Zamora es murciano, tiene 59 años y llegó a Los Barrios para montar una funeraria en 1998. Dos años después, le llamó la Guardia Civil para que fuese a recoger los cuerpos de 17 fallecidos de una patera en Tarifa. Desde entonces, ha repatriado cientos de cadáveres a una decena de países africanos. Con las fotos de los fallecidos, la documentación que puedan llevar consigo y los testimonios de los supervivientes —cuando los hay—, pone en marcha su red de contactos, que ha ido tejiendo a través de asociaciones y familiares y que ya llega hasta recónditas aldeas de Malí y Guinea-Conakry.
En el caso de la patera de Los Caños de Meca, Zamora ha repatriado los cadáveres de 21 de los 26 cuerpos hallados. Estos gastos desde hace unos años los asume el consulado de Marruecos. Algunos de los cinco restantes fueron enterrados por orden judicial sin esperar a localizar a las familias. “Cuando muere un español, vamos donde esté para traerlo. Sin embargo, cuando son inmigrantes, a menudo, ni se plantean informar a sus familiares o que estos quieran recuperar sus restos. Todos somos personas, no son animales”, dice quien tantas veces ha visto la escena que tenemos ahora ante nuestros ojos.
Ya en el tanatorio de Salé, el conductor de la funeraria abre la puerta de la furgoneta y es como si hubiese tumbado las del infierno. Las madres y hermanas de los dos críos fallecidos se vuelven una fuente de lágrimas y gritos, mientras los padres y hermanos aprietan el labio que tiembla y observan los cajones desde la distancia. Ya no hay posibilidad de que todo haya sido un error: sus hijos están ahí.
Lo común es que las familias no tengan noticia de los restos. Ni una llamada oficial
“Es muy difícil entender la muerte sin un funeral. Necesitábamos tenerlo aquí, me estaba volviendo loco”, nos dirá horas después en su casa el padre de Ayub, Rhauti Mabruk, de 58 años. Su hijo menor, de 10 años, no se separará de él en los próximos días. Sentado a su vera, observa en silencio su casa invadida por los vecinos que se acercan cabizbajos y le acarician la cabeza, que disponen decenas de sillas y dos carpas en la calle para proteger del sol a las personas que acompañarán a la familia durante los tres días de velatorio. Rhauti es pintor y escayolista, el oficio que heredó también su hijo mayor, Mohammed. Pero no Ayub, “la luna de la familia”, como se refieren todos a él. Ayub iba a terminar su carrera de Derecho, ser abogado o policía, ganar otra vez el campeonato nacional de kick boxing. “Él siempre decía que este país estaba roto”, recuerda su padre. “En Marruecos no hay oportunidades, él se fue a Europa para mejorar nuestras vidas. Pero no merece la pena que los jóvenes arriesguen tanto para eso”, añade. Le escucha atentamente la mejor amiga de Ayub, Chaimae Idrisi, una joven de 20 años que estudia Comercio Internacional, habla cuatro idiomas y compite a nivel nacional en kick boxing. Ella sigue admirando que Ayub arriesgase su vida por una oportunidad de mejora de la de sus padres.
Una lectura que comparte Rachid: “En España, la gente piensa que puede tener un futuro. Aquí solo aspira a sobrevivir”. Por eso su madre le envió a vivir con unos familiares en España cuando tenía 12 años. Y por eso, una década después, Rachid se subió en una patera para recuperar su vida española. En medio, 10 años en Valencia, donde estudió hasta la formación profesional en mecánica, trabajó de camarero y se construyó un círculo de amigos a los que sigue extrañando y por quienes también oculta su verdadero nombre: “Qué vergüenza que supiesen que estoy jugándome la vida para recuperar la que tenía con ellos”. Durante todo ese periodo, Rachid intentó en repetidas ocasiones conseguir el permiso de residencia al que tenía derecho como menor no acompañado, pero siempre se lo denegaban. Así que, tras nueve años sin poder visitar a su madre, decidió volver. Cuando iba a embarcar en el ferri, un policía español le pidió que se tomase unos minutos para pensar lo que estaba a punto de hacer: cientos de jóvenes como él se jugaban la vida en barcas hinchables para acariciar lo que él estaba a punto de tirar por la borda. Pero él quería ver a su madre. Y volvió. “Un año después ya estaba subido en una patera intentado recuperar mi vida anterior. Estuvimos tres días perdidos en el mar y terminamos en Tánger. Cuando volví a Salé, mi madre quería matarme. Ahora, después de que yo estuviese a punto de coger la patera de Ayub, creo que no volveré a intentarlo. No sé, aquí es mejor no pensar y dejar…”, balbucea, sin terminar la frase.
Por el contrario, Anwar Chukri no duda ni un segundo en afirmar que, aun después de haber visto morir a su lado a tantos vecinos suyos, volvería a subirse a esa patera. “Si no, ¿qué vamos a hacer? Allí no hay nada para nosotros”, sentencia.
La llegada de marroquíes a España, que se redujo drásticamente en la última década, se ha puesto a la cabeza en los tres últimos años. Las razones son varias, como apunta el jurista Boza: “La reimplantación del servicio militar obligatorio, el desacompasamiento entre un desarrollo económico brutal y la persistencia de la pobreza entre la mayoría de la población, el encarecimiento del coste de la vida a precios casi europeos mientras los sueldos medios se mantienen entre los 200 y 300 euros, la represión de los rifeños. Y también lo que algunos expertos apuntan: que los que llegan a Europa son referentes de éxito que hace que quieran imitarlos”.
Y los que no lo consiguen tienen suerte si, como Ayub Mabruk, vuelven junto a sus seres queridos aunque sea dentro de un ataúd. La mayoría de las familias de los más de 35.500 hombres, mujeres y niños que han muerto en el Mediterráneo desde 1993, según una investigación de la Red UNITED, no solo desconocen el paradero de sus restos, sino que ni siquiera recibieron una llamada oficial informándoles de su defunción. La política de cierres de fronteras de la Unión Europea ha convertido el retorno de Ayub en un raro privilegio.
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