Franco: un caudillo que gobernó 40 años
Cuando tuvo lugar su muerte, el franquismo era ya un cadáver porque la sociedad española estaba ya abrumadoramente comprometida con la cultura democrática de su entorno occidental
Un espectro del pasado
El general Francisco Franco Bahamonde (Ferrol, 1892) falleció en Madrid de muerte natural hace ya más de 40 años, el 20 de noviembre de 1975. Estaba a punto de cumplir los 83 años y llevaba casi otros 40 a la cabeza de un régimen dictatorial como “caudillo de España por la gracia de Dios”. Por esa larga duración y cercanía temporal del régimen, Franco es un incómodo espectro del pasado en la vida pública española. Así lo demuestra el debate suscitado por la exhumación de sus restos del monumento público de El Valle de los Caídos para su traslado a un panteón privado de su familia.
“Caudillo de España” no era un título retórico. Era la fórmula jurídica de una suprema magistratura que fusionaba varios cargos: generalísimo de los Ejércitos (poder militar), jefe del Estado y del Gobierno (poder civil), homo missus a Deo (poder religioso: enviado de la divina providencia) y jefe nacional de Falange Española Tradicionalista (poder partidista: supremo dirigente del partido único estatal). Se trataba, en suma, de un dictador “solo responsable ante Dios y ante la historia”.
Un militar africanista
Franco nació en la localidad gallega de Ferrol en 1892 en el seno de una familia ligada a la administración de la Armada. Pero el desastre colonial del 98 frustró su vocación marina y lo llevó a la Academia de Infantería de Toledo. Sirvió durante más de un decenio en Marruecos, participando en cruentas campañas coloniales y asumiendo el bagaje ideológico de los militares “africanistas”: un exaltado nacionalismo español nostálgico de glorias imperiales pretéritas y una concepción de la política que hacía del Ejército la “espina dorsal” de España, superior a la autoridad civil en caso de amenaza a su unidad o seguridad.
Convertido en arquetipo de oficial “africanista”, Franco aplaudió la llegada de la dictadura militar de Primo de Rivera en 1923 (que le hizo director de la Academia General Militar). Su matrimonio ese año con Carmen Polo, piadosa joven ovetense, acentuó su conservadurismo y sus convicciones religiosas. Por eso percibió con temor la proclamación de la Segunda República en 1931, aunque su proverbial cautela esquivó el conflicto abierto con las nuevas autoridades y rechazó sumarse al fracasado golpe militar de 1932. Incluso en 1934 se convirtió en la primera figura militar del régimen y en el héroe de la opinión pública conservadora, gracias a su protagonismo en el aplastamiento de la insurrección socialista y catalanista.
Un general victorioso
Cuando la crisis española alcanzó su cima en julio de 1936, Franco se sumó a la sublevación contra el Gobierno de izquierda en el poder. Y cumplió su cometido con eficacia, poniéndose en Marruecos al frente de las tropas españolas más preparadas. Era un gran éxito, puesto que la insurrección había fracasado en la mitad más poblada y urbanizada de España y había devenido en una guerra civil.
Los tres años de la contienda (1936-1939) fueron cruciales para Franco y crearon el contexto único para su rápida ascensión a la cumbre del Estado. Inicialmente, era uno más de los generales sublevados de la junta militar colegiada que asumió “todos los poderes del Estado" y puso en marcha un intenso proceso de represión e involución sociopolítica. Pero la prolongación de la guerra y el tenso contexto internacional forzaron la concentración del mando colegiado en una sola persona. A finales de septiembre de 1936 Franco recibió el cargo por su prestigio, sus victorias, su falta de competidores serios y el vital apoyo de Hitler y Mussolini.
Pero Franco no se contentó con ser un simple dictador militar. Animado por su asesor y cuñado, el jurista filofascista Ramón Serrano Suñer, al Ejército le sumó pronto otras dos fuentes de legitimidad. Por un lado, la Iglesia, que sancionó la guerra como “cruzada por Dios y por España” y proporcionó un catolicismo beligerante que sería hasta el final la ideología suprema del régimen. Por otro, la Falange, partido único creado por fusión de todas las fuerzas derechistas, que sería el instrumento para organizar a sus partidarios y controlar la sociedad civil. Ese régimen caudillista erigido sobre tres pilares, con la vital ayuda germano-italiana, lograría un triunfo absoluto en la guerra y esa victoria sería la base de su “magistratura vitalicia y providencial”.
Un superviviente en un mundo convulso
A pesar de la fascistización de la dictadura y de su proclividad hacia el Eje italo‑germano, Franco no entró en la Guerra Mundial en septiembre de 1939. El agotamiento y la destrucción provocados por la Guerra Civil, junto con la postración económica y hambruna creciente, dejaban a España a merced de las potencias aliadas, que dominaban con su flota los accesos marítimos españoles y controlaban los vitales suministros alimenticios y petrolíferos. Siendo la neutralidad pura necesidad y no libre opción, fue acompañada de una pública identificación con el Eje y de un apoyo encubierto militar y económico a su causa. Entre 1940 y 1941 Franco sufrió incluso la tentación beligerante a fin de realizar sus sueños imperiales: recuperar Gibraltar de manos británicas y crear un imperio norteafricano a expensas de Francia. El ataque alemán a la Unión Soviética permitió enviar un contingente militar (la División Azul) para luchar “contra el comunismo” sin declarar la guerra a los aliados. Pero el cambio de la suerte de las armas a partir de 1942 forzó un repliegue de Franco hacia la neutralidad, decidido a sobrevivir al posible hundimiento del Eje. En el proceso prescindió de Serrano Suñer a favor de su nuevo alter ego: el marino Carrero Blanco.
Su equívoca conducta durante la II Guerra Mundial le valió la condena internacional de los vencedores en 1945, con un breve ostracismo desdentado al que respondió con una resistencia numantina que atemorizó a las potencias occidentales: “O yo o el caos en España”. En ese contexto, el estallido de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética a partir de 1947 le abrió la puerta a la rehabilitación internacional. El acuerdo con EE UU para la instalación de bases militares en España en 1953 refrendó su supervivencia, aun cuando fuera como socio menor y despreciado por la opinión democrática mundial.
Un inesperado modernizador autocrático
Desde entonces, ningún peligro pondría en cuestión su autoridad omnímoda en España ni su reconocimiento diplomático en el ámbito occidental. Fue su época más feliz, cuando pudo dedicar tiempo a sus aficiones lúdicas: cazar, pescar, ver la televisión y disfrutar de sus numerosos nietos. Incluso tuvo la fortuna de participar en el gran desarrollo económico de los años sesenta, que transformaron la estructura sociocultural de España de manera radical. El único límite a ese proceso liberalizador fue político: no habría apertura democrática que limitara su poder soberano. Sin embargo, el declive de sus facultades físicas durante esa época fue acompañado de una creciente conflictividad sociolaboral, generada por esas mismas transformaciones económicas modernizadoras.
Sus dos últimos años de vida fueron una época de ansiedad y dolencias físicas, acentuadas por el asesinato de Carrero Blanco y la falta de horizontes para un régimen anacrónico. Cuando tuvo lugar su muerte, el franquismo era ya un cadáver porque la sociedad española estaba ya abrumadoramente comprometida con la cultura democrática de su entorno occidental. Desde entonces, el dilema radicaría en la reforma interna desde el régimen en un sentido democrático o en la ruptura con el mismo propiciada por la oposición. Al final, en gran medida por el recuerdo de la Guerra Civil, el proceso de transición política tuvo tanto de lo primero como de lo segundo.
Enrique Moradiellos es historiador. Es autor de Franco. Anatomía de un dictador (Turner).
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