Cuando alguien compró millones de hectáreas en la Amazonia porque allí su madre “había enterrado el cordón umbilical”
El constructor brasileño Cecílio do Rego compró ilegalmente un territorio de la selva amazónica, similar al de Holanda y Bélgica juntas
La guerra en curso sobre la destrucción de la Amazonia brasileña me ha hecho recordar que, hace 20 años, uno de mis primeros artículos como corresponsal de este diario en Brasil, publicado en Madrid el 26 de enero de 1999, fue sobre la compra ilegal por parte del millonario constructor brasileño, Cecílio do Rego Almeida, ya fallecido, de un territorio de siete millones de hectáreas de la selva en Altamira, Estado de Pará.
Aquel reportaje me generó dolores de cabeza. La noticia la había dado la prensa brasileña. La conté para EL PAÍS explicando que se trataba de la adquisición de un territorio como la extensión de Holanda y Bélgica juntas. Una verdadera locura que convertía al constructor brasileño en el mayor terrateniente del planeta. En su territorio comprado por una nimiedad, corrían 28 ríos, existían en él varias reservas de indígenas y poblados enteros.
Eran tierras del Estado que nunca podían haber sido vendidas. Tuvo que intervenir el entonces ministro de Justicia, Renan Calheiros, del Gobierno de Fernando Henrique Cardoso. Verdad o no, de Rego estaba, además, acusado de estar involucrado en episodios escabrosos como asesinatos, ocultación de cadáveres, actos de esclavismo y formación de cuadrillas paramilitares. El nuevo dueño de aquella inmensidad de la Amazonia andaba entonces acompañado por 14 hombres armados y el juez de la causa fue escoltado día y noche por dos policías.
En la selva amazónica, que nunca supe cómo adquirió el millonario brasileño, existían entonces enormes tesoros naturales, como reservas de diamante y oro, e incluso, la mayor reserva de caoba del mundo, valorada entonces en 7.000 millones de dólares. Cecílio do Rego Almeida provenía de una familia muy pobre que se había enriquecido con contratos de construcción con el Gobierno de Brasil.
Mi artículo llevó a este diario a publicar un editorial recordando que, aún respetada la soberanía brasileña de la Amazonia, aquel santuario ecológico “era responsabilidad de todos” por la importancia del medio ambiente para la humanidad.
El terrateniente do Rego debía tener, en ese entonces, buenas relaciones con el Gobierno brasileño ya que recibí una carta del entonces embajador de Brasil en Madrid, en la que intentaba explicarme qué publicaciones debía o no consultar y apreciar para mi oficio como corresponsal.
Le respondí, delicadamente, que nunca me habría permitido explicarle a un embajador cómo debía ejercer su misión de diplomático y que yo conocía mi oficio pues llevaba en él 30 años, de los cuales dos décadas como corresponsal. Poco después me llamó por teléfono el abogado del nuevo dueño de los 7 millones de hectáreas de la Amazonia, haciendo anotaciones sobre mi reportaje. Le dije que la mejor solución era que me organizara una entrevista con do Rego. Me respondió que él no quería encontrarse personalmente conmigo, pero que podría conversar por teléfono. Así fue. Se mostró muy amable y tentó convencerme de que había comprado legalmente aquel enorme territorio.
Le pregunté a do Rego por qué quiso comprar tanta selva amazónica. Me respondió: “Yo nací allí y mi madre enterró en aquella tierra el cordón umbilical”. Le volví a preguntar si para ello era necesario adquirir una extensión como Bélgica y Holanda juntas. Y me respondió con candor: “Ya puesto a comprar, lo compré todo”.
Lo que sí debía tener el millonario eran buenas informaciones hasta dentro de este periódico en Madrid. Me reprochó que yo había escrito el editorial en el que se afirmaba que la Amazonia era responsabilidad de todos y no solo de los brasileños. Le expliqué que en este diario los editoriales no tienen autor. Y que la responsabilidad última era del director y que nadie sabía quién los escribía. Y me respondió con un cierto aire de orgullo: “Pues nosotros sabemos que fue usted”. Tenía razón, aunque nunca supe cómo él pudo saberlo.
Por ello, no me extrañó que hubiese tenido amigos poderosos que le ayudaron a ser dueño de aquel tesoro de siete millones de hectáreas de una tierra casi sagrada que es nadie tiene el derecho de adueñarse de ella.
Todo esto es para recordar a los jóvenes periodistas brasileños, a quienes dedico esta columna, que hace 20 años el tema de la Amazonia era tan crucial fuera de Brasil como los incendios que hoy la destruyen. Y que sigue tan mal administrada por los gobiernos como siempre.
¿Será esta vez la buena en que la guerra en que se ha metido el presidente Jair Bolsonaro, como un elefante en una cristalería, creará consciencia del tesoro y de la responsabilidad que el mandatario debe dar cuentas al mundo?
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