Bolsonaro no tiene que ser “presidente banana”, pero tampoco emperador
Brasil es una democracia y en ella existen instituciones independientes con poderes propios, que el mandatario debe respetar
El presidente Jair Messias Bolsonaro ha empezado a sacar las garras para decir que quien manda en Brasil es él y que no quiere ser un “presidente banana”. Acusado durante el primer año de su mandato de parecer incapaz de gobernar un país tan complejo y difícil como Brasil, ha afirmado ante un grupo de periodistas: “aquí quien manda soy yo”. Ha acompañado su afirmación con una expresión vulgar.
El nuevo enfado del presidente con la prensa tuvo lugar por la polémica abierta tas el cambio del superintendente de la Policía Federal del Estado de Río de Janeiro, Ricardo Saadi. Esta es la rama de la policía que debe investigar las sospechas en torno al hijo del presidente, el senador Flavio Bolsonaro. La policía del Estado, con autonomía para nombrar a sus dirigentes, hizo saber que quien cambia y anuncia a un nuevo jefe es ella junto con el ministro de Justicia, Sérgio Moro. Bolsonaro, que había anunciado incluso un nombre para sustituir a Saadi, ahora dice que fue una "sugerencia".
Bolsonaro tiene razón en decir que fue elegido en las urnas y, por tanto, en no querer aparecer como un “presidente banana”. La presidencia de Brasil acumula mucho poder de decisión. Sin embargo, tampoco se puede confundir dicha presidencia con un poder absoluto. No se trata de un emperador o de un dictador. Brasil es una democracia y en ella existen instituciones independientes con poderes propios, que el presidente debe respetar so pena de aparecer como un tirano.
Confundir las atribuciones de un presidente en el juego democrático con alguien que puede hacer y deshacer a su arbitrio es revelar ribetes autoritarios que pertenecen a países que aún no han aceptado la división e independencia de poderes, o que las han pisoteado bajo las botas de golpes militares.
No es bueno que el nuevo presidente, que ya ha defendido la dictadura y la tortura, juegue a confundir su poder presidencial obviando que existe una Constitución que ha sancionado la división de poderes, al mismo tiempo que sabe estar atento a los deseos y aspiraciones de quienes les han elegido. Y lo han hecho no para entregarle un poder absoluto, sino para que lo comparta con las demás instituciones, siempre bajo la vigilancia de quienes les otorgaron con el voto aquel poder.
Y ello sirve no solo para el presidente, que es el garante mayor de la Constitución, sino para los otros dos poderes, el Legislativo y el Judicial. Ninguno de ellos puede atribuirse todo el poder sin traicionar la esencia de la democracia.
Si el presidente no puede permitirse decir, sin más, “aquí quien manda soy yo” y basta, tampoco pueden hacerlo los otros dos poderes y menos si cabe el del Supremo Tribunal Federal, que tiene la delicada misión de ser garante de la Constitución, única razón de su existencia. Al igual que no lo puede el presidente, tampoco el STF puede erigirse como árbitro universal del país o actuar como si estuvieran más al servicio de quienes les eligieron que de toda la sociedad, del Gobierno y de la oposición.
Es grave oír a veces a un magistrado de la alta Corte decir que él no tiene por qué escuchar el clamor de la calle, como si ellos tuvieran que dar cuenta solo a quienes les colocaron allí, o a una Constitución aséptica sobre la que nada tengan que decir. Es grave y peligroso que se sea de dominio público a qué fuerza política pertenece cada magistrado. Y hasta a qué político en particular pertenecen la mayoría de los magistrados, algo que no existe en los altos tribunales de los países donde se respeta la Constitución.
En muchos casos, en dichos países hasta los votos de cada magistrado son secretos. Una vez elegidos se deben a toda la sociedad. Ahora, en Brasil, se les querría también etiquetar según su fe religiosa. Bolsonaro ya ha afirmado que quiere colocar en el Supremo a un magistrado “terriblemente evangélico”.
Todas las excusas son a veces buenas para que los responsables de guiar a la sociedad defiendan más bien sus derechos y libertades. Que piensen más en sus propios intereses que en los de la colectividad. Y se hacen malabarismos para justificar ciertas decisiones de los que ocupan el poder, llegando hasta a culpar de ello a la lengua portuguesa. Es lo que ha hecho esta vez Bolsonaro que, acosado por los periodistas, explicó los motivos que le habían llevado a esta nueva guerra con la institución policial. Puso un ejemplo pueril que justificaría que la prensa no hubiera entendido su conducta. La frase “se separan por amor”, dijo Bolsonaro, puede tener una doble interpretación, como en esta afirmación: “En um ato impensado mata o filho o pai amado”. ¿Quién mata a quien? Se pregunta el presidente y añade que la culpable “es de la lengua portuguesa”.
Curioso y significativo que Bolsonaro escogió un juego de palabras con la palabra “matar”. Podía haberlo hecho con la de “salvar”. ¡Siempre la muerte por delante!
Cuando un presidente llega a acusar a la propia lengua para justificar su conducta, estamos aún lejos de vivir en un espacio de democracia, con alegría y con felicidad y no como un peso del que se pretende liberar. Al final, para los responsables de la sociedad es más fácil el “¡aquí mando yo!", que el libertador: todos somos amos y responsables de cada uno que sufre o es juzgado injustamente.
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