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“¿Dónde está el fuego?”: la aurora boreal que aterrorizó a España en plena Guerra Civil

El firmamento se tiñó de rojo en enero de 1938 durante una de las mayores tormentas geomagnéticas del siglo XX

Aurora boreal del 20 de noviembre de 2003, fotografiada desde Aras de los Olmos (Valencia) y similar a la del 25 de enero de 1938.
Aurora boreal del 20 de noviembre de 2003, fotografiada desde Aras de los Olmos (Valencia) y similar a la del 25 de enero de 1938.JOAN MANUEL BULLÓN

“¿Dónde está el fuego?”. Es la pregunta que se repitió millones de veces en toda Europa, incluida España, la noche del 25 al 26 de enero de 1938, cuando una excepcional aurora boreal iluminó el cielo y lo tiñó de un rojo estremecedor tras el crepúsculo. El firmamento se vistió con un halo sobrenatural que generalizó el miedo durante uno de los momentos de mayor intensidad de la Guerra Civil. La gente, aterrorizada, pedía respuestas a los bomberos y la policía en Madrid, Barcelona y el resto de España, pero también en París, Londres y la mayor parte de ciudades europeas, grandes o pequeñas, en las que era posible ver lo que parecía el fin del mundo. Aquí, miles de soldados de ambos bandos temieron una ofensiva del enemigo con algún tipo de armamento de colosales proporciones que justificara aquel resplandor incendiario que devoraba el horizonte.

Millones de personas creyeron en toda Europa que se trataba de un gigantesco incendio

Por aquellas fechas, con Europa temerosa ante el posible estallido de un conflicto bélico internacional, las espadas estaban en alto tras la conquista de Teruel por los republicanos, única capital de provincia que consiguieron arrebatarle a los sublevados en la Guerra Civil. Pero no solo el mundo andaba convulsionado: desde hacía semanas, los principales observatorios astronómicos habían detectado en el Sol una actividad extraordinaria, hasta el punto de que a mediados de mes se formó un gigantesco grupo de manchas solares, cuya longitud alcanzó los 122.000 kilómetros. O sea, que dentro hubiesen cabido nueve planetas del tamaño de la Tierra, uno detrás de otro.

Pero el día 24, la víspera de la aurora boreal, hubo varias llamaradas solares, y horas después, la noche del 25 y las primeras horas de la madrugada del 26 de enero, la tormenta geomagnética llenó el firmamento de color en forma de aurora boreal, alcanzando tal intensidad que el espectáculo no se conformó con su habitual escenario de la zona polar y pudo ser observado en todos los lugares de Europa y América del Norte en los que no había nubes.

A diferencia de las tonalidades típicas que se ven en el Círculo Polar Ártico, habitualmente dominadas por el verde y el amarillo, la aurora boreal de enero de 1938 fue manifiestamente roja, como suele suceder cuando alcanzan latitudes meridionales. El color del cielo, los combates en España y el miedo a una nueva guerra mundial hicieron el resto. 

Testigos en el frente de Teruel

En el frente, donde Franco contraatacaba para recuperar la ciudad de Teruel (lo que acabó consiguiendo a finales de febrero), miles de soldados de los dos ejércitos sucumbieron a la idea de un ataque enemigo con armas desconocidas. ¿A qué otra cosa, si no, podía deberse aquel cielo de fuego que iluminaba el horizonte? Con el paso de las horas, la lucidez se impuso al comprobarse que la magnitud del fenómeno era demasiado grande para cualquier ejército y que aquello solo podía obedecer a un origen natural. A este respecto, algunos testimonios recientemente encontrados han sido especialmente valiosos para conocer cómo se vivió la experiencia en el frente.

Antonio Esteve Arcoba, capitán del Ejército de la República destinado en el Frente de Teruel.
Antonio Esteve Arcoba, capitán del Ejército de la República destinado en el Frente de Teruel.COLECCIÓN FAMILIA ESTEVE

Uno de ellos es el de Antonio Esteve Arcoba, capitán de Ingenieros del Ejército Republicano, que se hallaba al mando de una guarnición en el pueblo turolense de Villastar. Tal como relata a EL PAÍS su hija Joana, la familia descubrió hace poco tiempo una maleta repleta de documentos, objetos personales y cartas que su padre había enviado durante la guerra y que habían permanecido olvidadas en un armario durante todo este tiempo. En una de esas cartas, escrita el 28 de enero de 1938, además de las palabras de cariño para la familia, Antonio Esteve plasmaba el emocionante relato de un testigo ocular: “En la noche del 25, una aurora boreal iluminó de pronto nuestras posiciones, llenando a algunos de temores ante espectáculo nunca visto. Era algo grandioso ver a las doce de la noche todo el cielo rojo como un gran reflejo de un monstruoso incendio. ¿Qué cábalas y disparates se dijeron en un momento? Yo creo que hasta oficiales muy aguerridos y curtidos ante el peligro tuvieron temor. ¿De qué? No te lo podrían decir ellos mismo. Temían el arma ignorada que la superstición propia suponíamos en poder del enemigo, sin pensar que tanto el factor moral como las armas deciden las guerras. Hubo quien se colocó la careta temiendo gases, solo la reacción de quienes conocemos la naturaleza impidió lo que nunca debe suceder, creer que el enemigo se sale de lo cruel en lo humano, para convertirse en tragedia de leyenda o historia”.

La carta del 28 de enero de 1938, con el pasaje en el que Antonio Esteve relata a su familia desde Villastar, en el frente de Teruel, la experiencia de haber observado tres días antes la aurora boreal. La carta fue hallada recientemente junto a documentos y objetos personales en una maleta.
La carta del 28 de enero de 1938, con el pasaje en el que Antonio Esteve relata a su familia desde Villastar, en el frente de Teruel, la experiencia de haber observado tres días antes la aurora boreal. La carta fue hallada recientemente junto a documentos y objetos personales en una maleta.

El testimonio de Antonio Esteve reflejaba la incredulidad de los combatientes y el proceso que transformó el pavor inicial en asombro por la grandiosidad del espectáculo celeste. La Batalla de Teruel, además de ser una de las más mortíferas de la Guerra Civil, tuvo como protagonista al General Invierno, puesto que entre diciembre de 1937 y febrero de 1938, coincidiendo con los combates, el frío y la nieve causaron miles de bajas por congelación en los dos ejércitos. Curiosamente, la aurora boreal del 25 de enero coincidió con una de las escasas treguas atmosféricas de aquel invierno, ya que fue un día relativamente benigno.

Entre los combatientes de ambos bandos cundió el pánico al atribuirse el fenómeno a algún tipo de armamento desconocido en poder del enemigo

Los brigadistas internacionales también fueron testigos del insólito fenómeno que hizo callar temporalmente las armas. Uno de los mejores testimonios es el de James Neugass, recogido primero en sus diarios y posteriormente en La guerra es bella, el famoso libro en el que se plasmaron. Conductor de ambulancia en el batallón Abraham Lincoln de la Brigada Internacional XV, Neugass se encontraba el 25 de enero de 1938 en el Frente de Teruel, y días después anotó en su diario la experiencia vivida: “El cielo se iluminó con una cortina de fuego roja y malva”. Él mismo se preguntó si era posible que una aurora boreal fuera visible desde latitudes tan meridionales como la de España, llegando a la conclusión de que “aquello era demasiado grande como para haber sido provocado por un hombre, incluso en el peor de los tebeos”. Sin embargo, entre sus compañeros brigadistas se desató el pánico y llegó a escuchar en boca de alguno de ellos el peor de los augurios: “Hitler está probando contra nosotros su rayo de muerte”.

Los astrónomos que tranquilizaron a la población

De la misma forma que había sucedido en 1910 con el paso del cometa Halley, que hizo temer el fin de los días, el desasosiego popular despertado por la aurora boreal de enero de 1938 tuvo como bálsamo la voz de los astrónomos. En España, entre otros, tranquilizaron a la población Luis Rodés, director del Observatorio del Ebro, en Roquetes, cerca de Tortosa, y Ramón María Aller, director del Observatorio de Lalín (Pontevedra).

Anotaciones de Luis Rodés, director del Observatorio del Ebro, con la descripción de la aurora boreal. El fragmento, publicado en su libro 'Diario en tiempo de guerra', pertenece a los diarios que escribió entre el verano de 1936 y julio de 1938.
Anotaciones de Luis Rodés, director del Observatorio del Ebro, con la descripción de la aurora boreal. El fragmento, publicado en su libro 'Diario en tiempo de guerra', pertenece a los diarios que escribió entre el verano de 1936 y julio de 1938.

Rodés difundió una tranquilizadora nota de prensa al día siguiente, pero lo más sugestivo de sus observaciones fue una breve crónica, que apuntó en su diario: “Cuando nos disponíamos a cenar me invitan a que vaya al terrado para ver un fenómeno notabilísimo que no saben qué es; subo y contemplo una magnífica aurora boreal, primera que consigo ver en mi vida; parece una inmensa conflagración lejana; fondo rosáceo surcado por bandas de luz blanca, algunas con tinte verdoso que cambian de posición y color, y se dirigen hacia el polo magnético; ha sido ciertamente una rara coincidencia presenciar este fenómeno e ilustrar sobre el mismo a los artilleros…”.

Hallado en una maleta el relato de Antonio Esteve Arcoba, capitán republicano que observó la aurora desde el frente de Teruel

Aller, por su parte, siempre evocó la aurora de 1938 como uno de los fenómenos astronómicos inolvidables de su vida, y aquella noche no hizo otra cosa que difundir mensajes de tranquilidad entre la población.

Ambos, que además eran sacerdotes, están considerados como dos de los astrónomos españoles más destacados de aquella época junto a Josep Comas Solà, que precisamente había fallecido pocas semanas antes, en diciembre de 1937.

La Osa Mayor y Casiopea vestidas de rojo

Más allá de España y Europa, la verdadera convulsión acaecida en enero de 1938 tuvo lugar en el Sol. Numerosos observatorios astronómicos detectaron la extraordinaria actividad de los días previos a la aurora boreal, con varios episodios determinantes, como el de la formación del enorme grupo de manchas solares y las violentas llamaradas de los días 14, 20 y 24. Este último día, víspera de la aurora, las fulguraciones y eyecciones de masa coronal en el Sol vomitaron hacia la Tierra un colosal flujo de partículas a velocidades de miles de kilómetros por segundo. El tremendo choque energético del viento del Sol con la Tierra no solo dio forma a una de las más bellas auroras boreales del siglo XX y la extendió a latitudes meridionales, sino que causó una alteración en el campo magnético de nuestro planeta, que produjo a su vez la interrupción durante varios días de las comunicaciones por radio entre Europa y América, tal como recogía el rotativo The New York Times.

La mayor parte de los estudios científicos sitúan entre las 20 y las 21 horas los momentos de mayor intensidad de la aurora boreal del 25-26 de enero de 1938. Coincidiendo con el testimonio de los astrónomos españoles, algunos observatorios franceses corroboraron la descripción de la magnificencia del fenómeno. En el Observatorio de París-Meudon, Lucien d’Azambuja, uno de los grandes observadores de principios del siglo XX, hizo un seguimiento detallado de la evolución de la actividad solar.

En el Observatorio de Pic du Midi, en los Pirineos franceses, a 2.877 metros de altitud, se tuvo una envidiable visión del espectáculo y su delirio cromático. Mientras la constelación de Orión buscaba su lugar habitual sobre el horizonte sur, en el lado opuesto de la bóveda celeste la vista hacia el norte mostraba la Osa Mayor y Casiopea bañadas de un rojo hipnótico adornado por destellos blancos y verdes. Semejante belleza se terminaría apagando lentamente durante la madrugada y España regresó a la rutina de su guerra mientras Europa se encaminaba a la suya propia.

Luces del norte que viajan al sur

Las auroras polares (denominadas boreales en el hemisferio norte y australes en el sur) se producen en la ionosfera, la capa de la alta atmósfera situada entre 80 y 400 kilómetros de altitud, aproximadamente. Allí, la interacción entre el viento solar y la magnetosfera de la Tierra produce radiaciones electromagnéticas, algunas de las cuales forman espectaculares fenómenos de luz y color en el cielo.

Aunque lo habitual es que la observación de las auroras se limite a las zonas polares y sus inmediaciones, cuando el Sol aumenta su actividad la zona de visibilidad se extiende a regiones más lejanas. Por ello, cuando se producen sucesos violentos como las grandes llamaradas solares y las eyecciones de masa coronal, como en enero de 1938, es factible contemplar auroras boreales desde España e, incluso, desde el norte de África. Aunque esto solo sucede unas cuantas veces por siglo, la cornisa cantábrica, en el extremo norte peninsular, es uno de los mejores puntos de España para buscarlas.

Además del episodio de enero de 1938 se tiene constancia de observaciones de auroras boreales en España y otros países meridionales de Europa en 1706, 1859, 1870, 1989, 2000 y 2003. En todos los casos hubo un aumento de la actividad solar, y seguramente el de 2003 es el más notable de lo que llevamos de siglo XXI, ya que produjo una de las mayores tormentas geomagnéticas que se conocen y una gran aurora boreal apareció el 20 de noviembre en los cielos de España, siendo observada y fotografiada desde diferentes lugares, tanto en el Cantábrico como mucho más al sur. Desde Aras de los Olmos, una población del interior de la provincia de Valencia, la aurora fue captada por el astrofotógrafo Joan Manuel Bullón. Como en enero de 1938 y en otros casos de auroras visibles en latitudes meridionales, el color dominante fue el rojo. Es probable que los espectáculos celestes que pudieron contemplarse en noviembre de 2003 y enero de 1938 fuesen similares.

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