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Columna
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Antígona en la frontera

Ante los excesos de las políticas migratorias de Salvini o Trump, se imponen los episodios de desobediencia civil. La bravura de Carola Rackete, comandante del ‘Sea Watch’, es solo un ejemplo

María Antonia Sánchez-Vallejo
La capitana alemana, Carola Rackete, tras su audiencia ante un fiscal italiano, el pasado 18 de julio en Agrigento (Italia).
La capitana alemana, Carola Rackete, tras su audiencia ante un fiscal italiano, el pasado 18 de julio en Agrigento (Italia). ANDREAS SOLARO (AFP)

“Hay momentos en que la desobediencia es obligatoria”. La frase podría haberla pronunciado Carola Rackete, comandante del barco de la ONG Sea Watch, al desafiar la orden de Salvini de no desembarcar en Italia a decenas de migrantes rescatados del mar. La capitana podría también suscribir la apelación al “derecho de resistencia en defensa de la democracia”. Pero son palabras textuales –proferidas en otro contexto, el de la conmemoración del atentado contra Hitler en 1944- de una mujer con la que Rackete tal vez solo comparta nacionalidad, y en cuyas antípodas políticas se halle pese al vínculo radical que las conecta: Angela Merkel, la única líder europea que, mal que les pese a muchos de quienes comparten o denigran su cosmovisión conservadora, abrió las puertas a un millón de refugiados en 2015.

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Levantarse contra la tiranía por decencia, por humanidad: desde Antígona ante Creonte por prohibir las exequias de su hermano, a las decenas de curas y monjas detenidos hace unos días en el Capitolio por protestar contra la política migratoria de Trump, o los vecinos de Nashville que impidieron la deportación de un indocumentado y su hijo de 12 años. Defender abiertamente un programa proinmigración –de respeto de los derechos fundamentales del otro, en suma- se paga caro, y eso lo han comprobado personalmente tanto Rackete como la canciller Merkel, esta última con un gran desgaste político e impotente ante el asesinato por un militante neonazi de un correligionario suyo también proclive a la acogida.

Pero la apuesta compensa, y no solo en humanidad, ya que la opción de ocultar a los migrantes bajo la alfombra, o en centros con vallas y alambradas, sale aún más cara en las urnas. La equiparación de la presencia de extranjeros con la inseguridad –con la inseguridad, repetimos, no con la seguridad- ha favorecido los discursos más xenófobos: los de la ultraderecha en Francia, o en la Grecia abismada de 2012, con un moribundo Gobierno socialdemócrata que hizo suyos, aumentados, los postulados securitarios de la derecha para gestionar -léase combatir- la inmigración: redadas callejeras, centros cerrados de internamiento (el oprobio de Amygdaleza) y la criminalización pública del extranjero. Esa estrategia no hizo sino engordar el apoyo a los neonazis, que entraron entonces en el Parlamento con 18 diputados.

Con ellos fuera, afortunadamente, pero con más de 80.000 migrantes y refugiados atrapados en el país, el nuevo Gobierno griego plantea algo inquietantemente similar: centros de detención cerrados incluso para los peticionarios de asilo, además de la desaparición del Ministerio de Inmigración que creó Syriza, subsumido ahora como secretaría en el de Orden Público, el encargado de la policía o las instituciones penitenciarias. La inmigración como problema de orden público; el miedo como programa de gobierno. Cuántas Antígonas harían falta para resistir a tan miope ignominia.

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