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Columna
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Todo pasa, salvo el pasado

Los intentos de revisar la historia conducen la mayoría de las veces a la censura, pero otras son pertinentes

María Antonia Sánchez-Vallejo
El hombre leopardo junto a otras estatuas en el depósito de esculturas del museo de África, este miércoles.
El hombre leopardo junto a otras estatuas en el depósito de esculturas del museo de África, este miércoles. Delmi Álvarez

Dicen los expertos que los museos tienen la obligación de reescribir la historia, es decir, de revisarla científicamente, como muestra el "descolonizado" museo de África de Bruselas, recién inaugurado tras un lustro de reformas para expiar el relato oficial urdido sobre los abusos del poder blanco. Pero pretender corregir hasta el último detalle del pasado supone a veces incurrir en un galimatías jurídico, administrativo y político, cuando no directamente en la censura.

Qué gran paradoja resulta de enfrentar la protección de datos y el derecho al olvido con la memoria histórica, como ha demostrado el episodio del borrado del nombre del notario de uno de los consejos de guerra a los que fue sometido el poeta Miguel Hernández, frente a la continuada exhumación de restos de fosas comunes (mientras sigue pendiente el traslado de los del dictador Franco). En ambas pretensiones, la de olvidar y la de recordar, se entrecruzan lo legal y lo legítimo, y en la horquilla de motivaciones de cada uno ha lugar para la reparación moral, la justicia con minúsculas o el consuelo postrero del tiempo como definitivo fundido a negro. El único pero: que la prevalencia del olvido sobre la memoria inclina la ecuación hacia la censura, como han advertido los expertos contrarios al borrado administrativo del dato sin mediar auto judicial.

No solo hay intentos de revisionismo en la interpretación contemporánea del relato de la Guerra Civil española: en los últimos años, las antiguas dictaduras comunistas del Este han caído en un vórtice alrededor de la memoria como reverso inquietante de la identidad. Hay discusiones en Rusia, cuya historia oficial queda mermada al cuestionarse los crímenes estalinistas; con la rehabilitación de figuras negras del pasado reciente en Hungría o la relectura del Holocausto en Polonia. Es un magma de reacciones viscerales a episodios históricos atragantados, como lo fue en parte el cierre en falso de la Transición española al cubrir con un manto de silencio miles de cunetas-osarios.

Por eso la precisión que denota el lifting al que ha sido sometido el museo de África contrasta con los intentos espurios, como la ultracorrección política, la leyenda negra como terreno abonado para las fake news, los meros ajustes de cuentas o la apropiación excluyente y pro parte del sufrimiento. Una mezcla explosiva que solo aviva la llama identitaria.

Tal vez por eso solo el arte pueda atravesar indemne esta ciénaga que a menudo es el pasado. En La carga, una película nada complaciente, el joven cineasta serbio Ognjen Glavonic regurgita el tabú de las fosas comunes en la guerra de Kosovo mientras el discurso oficial calla en Belgrado, por lo que su ficción no solo es verosímil, sino también real. Porque fabulado o hiriente, “todo pasa, salvo el pasado”, reza el lema del museo africano de Bruselas.

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